11 feb 2013
Mi nombre es carnaval.
28 oct 2012
Lento.
Daría lo que fuera para poder ser tan pausado como la despedida del sol en cada ocaso veraniego, lento como la tortuga despertando cada día con el suave y amable beso del sol, lista para andar, pasito a paso, su camino de calor. También como la tortuga me gustaría poder observarlo todo con calma, dispuesto a entender cada cosa a su debido tiempo. Como la tortuga, quisiera que paseemos juntos por el mundo que nos es tan propio y tan ajeno a la vez, buscando un lugar que nos quede cómodo para sentarnos a hablar sobre todo lo que sea conveniente. Aprovechar las tardes largas y las noches calurosas para decirnos todo lo que nos tengamos que decir, y tomarnos de la mano tan despacio que la luna llegaría y se iría antes de que nuestros dedos se rocen. Quisiera que podamos discurrir siempre a la misma velocidad, como cada uno de los granos de arena de la playa a la que vamos, esos con los que construimos nuestro propio reloj de arena; paulatinos como el tiempo, y como el tiempo que la gente tenga diferentes percepciones de mi y de vos, y de los dos juntos también: que algunos nos miren y se alejen, victimas del vértigo por la velocidad con la que nos movemos, mientras que otras pequeñas multitudes se conglomeren a nuestro alrededor, mirando cada pequeño paso que damos iluminados por el amanecer, amanecer que en realidad sos vos. Pequeños pasos para los hombres, pero grandes pasos para nosotros y para las tortugas. Tortugas que piensan que todo va demasiado acelerado, aunque ellas y su gran carga avancen presurosas; no como los conejos que, víctimas de la pereza, se detienen a tomar el sol, un sol que no quiere irse, como yo no quiero irme cuando te debo despedir; como un conejo que persigue dando saltitos al sol huidizo, anhelando por un rato más de su compañía. Como yo también, que busco tu compañía a cada tardo paso que doy.
Me gustaría ser aún más poco rápido que las hojas de los árboles; también me gustaría que éstas no cayeran tan presurosamente, que se tomaran su tiempo para, con elegancia y placer, desprenderse de sus ramas hasta acariciar el piso. Que aprovechen ese tiempo para danzar con lentitud en el aire, suspendidas como grandes copos de nieve anaranjados y tibios, y junto a ellas, nosotros también danzar hasta el anochecer. Después volver a casa, tomándonos nuestro tiempo y también de las manos, porque nadie nos corre ni nada se nos escapa. Hablar de las cosas que hicimos y de las que no hicimos también, planear un viaje o una nueva aventura. Sonreír todo el camino y querernos tan pausadamente que casi podamos tocar ese cariño mutuo. Llegar hasta tu casa y, sosegadamente, despedirnos hasta la próxima vez. Caminar yo un paso tan detenidamente que te haga llamarme por mi nombre y, cuando me de vuelta sin prisas con una sonrisa, invitarme a entrar a tomar un café juntos, sin celeridad alguna. Una vez allí, mientras la bebida fuerte y oscura desaparece sorbo a sorbo de la taza, decirte los pensamientos que tengo, uno por uno, con tranquilidad: que quisiera conocerte despacio, verte cada día un poquito. También amaría entenderte, imaginarte, saberme de memoria cada uno de tus pequeños secretos escondidos y volverlos algo tan nuestro que nadie pueda adentrarse; y que de a poco quiero volverme tuyo, pero no tuyo como pertenencia, sino que quiero que tengas cada una de las partes que me componen, o al menos un registro de ellas, para que hagas inventario de todo lo que soy y lo que no soy también, que me mires por dentro y por fuera y no necesites más que una sonrisa para comprobar que todo está en su lugar. Despacio invitarte a salir, comprarte regalos y hacerte reir; con paciencia, sin apuros ni corridas, juntarnos en mi casa o en la tuya a escuchar, una por una, disco por disco, todas esas bandas que tanto me gustan a mi y a vos también, compartiendo también, sin egoísmo ni recelo, todas aquellas que el otro aún no conozca. Hablar de mis libros favoritos, de tus películas más queridas, de nuestras vidas diarias. Quiero, poco a poco, empezar a necesitarte: primero extrañándote un poquito, llamándote por teléfono para ver como estás, y por qué no, si me extrañás también; después, escribirte una carta, una carta ni muy corta ni muy larga, de esas que tienen las palabras justas para hacerte entender que me estoy acostumbrando a vos. Finalmente quiero, con tranquilidad y sin desesperarme, necesitarte de una manera sana, quererte más que a todo y nada a la vez y siempre, pero siempre, aprovechar cada beso y cada abrazo como si fuese el último.
Con paciencia, cuando llegue el invierno, entender que ya no me quieres y que tus rayos de luz, amor y calor son para otro y que no puedo hacer nada para cambiarlo. Aceptarlo de a poquito, asimilarlo despacio. Calmo y jamás presuroso, soltar tu mano, dejar ir tu aroma a primavera y tu voz de pajarito cantor. Acariciar por vez final tu cabello de sol; con esta última acción tomarme tanto, pero tantísimo tiempo, que el dorado que corona tu ser se vuelva níveo, igual o incluso más bello que al principio. Dejarte ir al fin, mirarte poco a poco, esbozar lentamente una sonrisa, mover la mano de un lado a otro tan poco apresurado que parezca no moverse en lo absoluto; y una vez que te hayas ido, cuando ya no te tenga a mi lado, en el momento en que nuestros secretos mueran enterrados en la desidia y nuestras promesas estériles se hayan esfumado en una tranquila voluta de humo, sólo entonces me volveré rápido por un segundo. Con una velocidad impresionante guardaré cada uno de los recuerdos vividos esos más de trescientos días con sus noches. Haré un caparazón con tus cartas, lo adornaré con los moños de colores que le ponías a tus regalos y barreré el piso porque en caso contrario me hubieras regañado; finalmente, entraré en el, meteré primero todo mi cuerpo acomodándome lo mejor que pueda en él. Por último, esconderé mi cabeza, y como la tortuga, hibernaré hasta que un nuevo sol me despierte con su suave beso.
19 dic 2010
Eso
Este monstruo es de los segundos. Es más monstruoso que ninguno por este hecho. Ruge y se retuerce en su cárcel de carne. Está ahogándose en un mar de prejuicios y miedo. Quiere salir, pero sus cadenas de ignorancia y resentimiento se lo impiden. Tira, grita, y luego descansa. Repite este procedimiento varias veces, hasta que, en una oportunidad determinada, logra romper esos eslabones malditos y nadar hasta la superficie. Allí, una infinitud de paisaje lo espera, todo para él. Corre, haciéndose uno con el viento, aullando de regocijo. Disfruta de unos minutos en libertad en el silencio de la noche, dando rienda suelta a sus instintos. Nadie lo ve, y a la vez todos lo hacen. Se ve el mismo y se autoflagela por ello, y ese es el peor castigo.
La bestia regresa finalmente a su prisión, agotado y sudoroso. Las cadenas se estrechan en torno a su cuerpo, lastimándolo, haciéndolo gritar de rabia. De rabia y de vergüenza. Vergüenza por haber escapado y gozado de esa libertad, rabia por haber tenido que aprisionarse; vergüenza por ser como es, rabia por no poder aceptarlo ni cambiarlo.
En la celda abundan los espíritus y las sombras crecientes. Se ciernen sobre el monstruo, oliéndolo y mordisqueando sus extremidades con malicia, mofándose de su dolor. Intenta liberarse una segunda vez, durante el día, pero las cadenas no ceden; al contrario, se ajustan con más fuerza todavía a sus muñecas. Su pelaje pardo se tiñe de borgoña con su sangre, pero el dolor de su cuerpo no se asemeja al de su alma. Llora grandes lagrimones que resbalan por sus mejillas y se pierden en su cuello. Su llanto no cesa en ningún momento. A veces, pasan semanas hasta que consigue deshacer sus cadenas y nadar a la superficie una vez más. A veces, apenas hace falta un minuto. El monstruo pasa el resto del tiempo sumido en la humillación y la desesperanza, preguntándose cuándo llegará el momento en el que podrá ser libre para siempre.
23 sept 2010
Rufus :)
9 sept 2010
Agonía.
Bueno, he aquí este cuento que me dio el primer lugar en el concurso "Contemos la Ciencia", organizado por la Academia Nacional de Ciencias con sede en Córdoba. Tiene varios errores, pero decidí no corregirlo, ya que ganó a pesar de ellos. Espero sus comentarios :3
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La sed abrasa mi garganta. Es un acto reflejo: antes de darme cuenta, mi mano baja en dirección a la cantimplora, y entonces recuerdo que está vacía. Con un ronco gemido, intentando convencerme a mí mismo de que estoy cerca de mi meta, sigo caminando. Siento los pies de plomo, pero continúo recorriendo las áridas tierras que me rodean, habitadas únicamente por ratones, lagartos, serpientes y armadillos, entre otras alimañas típicas del desierto. Encima de mi cabeza, oigo graznar a un inmenso y oscuro buitre, que viene siguiéndome desde hace tiempo. Siento cómo la falta de agua azota mi cuerpo, entumeciendo mis músculos. Mis labios agrietados intentan murmuran el nombre de ése preciado liquido, pero mi reseca garganta se niega a hacerlo. Cada inhalación se vuelve una tortura para mis deshidratados y cansados pulmones, que cada tanto sueltan un pitido quejumbroso. Cada paso que doy es un auténtico martirio, pero algo dentro me dice que tengo que seguir adelante a como dé lugar. Intento ignorar el dolor punzante en un costado de mi vientre, y entonces el cansancio y la sed me hacen perder el control de mi propio cuerpo por un segundo. Tropiezo con mis propios pies, desplomándome sobre la arena caliente. La siento deslizarse dentro de mi camisa, clavándose en mi piel cuan agujas hirvientes. No tengo fuerzas suficientes para levantarme nuevamente. A pesar de que mi mente se empecina en decir lo contrario, desde el principio una desagradable sensación de que mi búsqueda era en vano me invadía. Me quedo tendido sobre la arena, con los ojos cerrados, dispuesto a morir. Puedo oír un sonoro graznido de felicidad de parte de mi amigo alado: la cena está servida para él.
De repente, abro los ojos. A unos pocos metros, el gran buitre negro me mira receloso. Corro como un desquiciado ante el paisaje maravilloso que se yergue delante de mis ojos: una sublime y majestuosa extensión de agua que aliviaría todos mis males. Aunque mi cerebro se niegue a asimilarlo, es un auténtico océano de agua pura y cristalina. Sigo corriendo, sin poder creerlo, entre extasiado y aturdido. Llego al borde de un pequeño precipicio, y debajo me espera la más maravillosa creación de Dios. Me arrojo sobre ese mar de infinito celeste, deseando hacerme uno con el agua. Me siento un ave por un instante; no el mismo tipo de ave que el buitre que me persigue desde el comienzo de mi travesía, sino un verdadero ave fénix que renace de sus cenizas para volver a vivir en un mundo de maravillas. Tras mantenerme en el aire durante unos segundos, sintiendo el viento silbar en mis oídos, empiezo a caer con una lentitud alarmante, y caigo, y caigo… y caigo. Finalmente impacto, pero no contra el agua fresca que tanto anhelaba, sino que sobre el duro y resquebrajado suelo de tierra. Gimiendo a causa del dolor y la confusión, levanto el rostro mugriento, intentando escupir toda la tierra que colma mi boca. Miro en derredor y no veo más que planicies yermas. Nada fue real. Todo era una simple alucinación a causa de la sed. Quiero llorar, pero nada sale de mis lagrimales resecos. Solo un quejido ahogado en el fondo de mi pecho.
Con dificultad, vuelvo a levantarme. Algo me impulsa a no rendirme; a mi mente acude el recuerdo de todas aquellas personas que no tuvieron la oportunidad de elegir entre vivir o morir, entre pelear o prevalecer. Me levanto con fuerzas renovadas. Esto genera cierta frustración en el pájaro rastrero que me sigue, quien lanza un chillido de enojo y despliega las alas con pereza, emprendiendo vuelo nuevamente en dirección al implacable Astro Rey. Avanzo unos metros más, hasta que recuerdo que sigo tan o incluso más sediento que antes. Todavía siento la tierra en mi lengua. Aminoro el paso y miro a mi alrededor: veo altos edificios semi-derruidos, plazas de arena, casas reducidas a escombros y huesos sobresaliendo aquí y allá.
Entre la arena y la tierra asoma una hoja de papel ajada por el tiempo, amarillenta y con el texto un tanto borroneado. En la misma, se ve a una miniatura del planeta tierra, contenido dentro de una gota de agua. El panfleto reza “Aún no es demasiado tarde. ¡Cuidemos el agua! ¡Cuidemos la vida! ¡Cuidemos la Tierra!”. Río para mis adentros: esas palabras están grabadas a fuego en mi memoria desde hace años, cuando leí por primera vez el cartel. Al principio, nadie le prestó atención, pero cuando las consecuencias empezaron a hacerse evidentes, el pánico se extendió por el planeta junto al virus letal transportado por el agua. Las muertes se sucedieron con rapidez y de a miles; la falta de agua potable era una realidad mortífera. Asia y África se vieron diezmadas en cuestión de semanas, mientras múltiples guerras azotaban con fiereza a Europa y a América, todos intentando hacerse con la escasa agua aún bebible.
La risa se torna en tos, que no se detiene con facilidad. Mis pulmones arden como si estuviesen en medio de una hoguera. Miro otra vez el dibujo descolorido del folleto: es parte de la naturaleza humana no saber el valor real de lo que tiene hasta que ya lo ha perdido. Colonizar otros planetas, crear vida artificial, superar el desafío de la muerte… Todos los retos que se propuso el hombre durante los últimos siglos habían sido utopías inalcanzables y vanas. Todas las maravillas tecnológicas son inútiles ahora, en este planeta vacío y muerto.
Mareado, me tiendo de espaldas en la arena. Siento que la mente se me pone en blanco por momentos, y ya no sé dónde estoy ni qué estoy haciendo. Sufro saltos temporales, divisando a mis hijos, a mi familia, a mis amigos; delirios generados por el agotamiento y la necesidad de refrescarme. Otra vez mi mente está en blanco, y quedan en el olvido las personas muertas, la sociedad perdida, las ciudades destruidas y la naturaleza diezmada. Quedan también en el olvido el agua, la vida y la muerte. Tan sólo quiero cerrar los ojos y dormir.
Sobre mi cabeza, diviso al buitre, quien vuela en círculos, armado de una paciencia escalofriante. Sus graznidos secos y voraces me mantienen alerta. Amaga con descender, pero lo ahuyento lanzándole una piedra. Se aleja volando, escandalizado y lanzando grititos ofendidos. Vuelvo a levantarme, dispuesto a proseguir mi marcha: puedo vislumbrar la gran mancha azul grisácea extenderse hacia el infinito a unos cuantos metros. El comienzo de lo que fue la perdición para prácticamente todo el planeta.
Casi arrastrándome, llego al lugar y un temblor de impotencia, angustia y miedo recorre mi cuerpo. Tener esa cantidad interminable de agua y no poder beber de ella es una auténtica ironía divina. Dios realmente tiene un sentido del humor retorcido. Me acerco y, usando mis manos como cuenco, me llevo la sustancia gris que de ninguna manera puede ser agua a la cara. La olfateo con recelo: despide un nauseabundo olor a pescado podrido, salitre y alguna clase de amargo químico. Mis manos empiezan a arder como si el líquido gris fuese carbón encendido, y lo suelto con un alarido. Las palmas de mis manos están en carne viva, y no faltara mucho para que se cubran de ampollas. Ya no tengo fuerzas suficientes ni siquiera para gritar del dolor.
Entonces lo veo, a unos metros de distancia: lindando con la orilla de las aguas envenenadas, hay un gran edificio de ladrillos, cuyos muros están corroídos por la sal del mar y los fuertes vientos del invierno. Unas pesadas y viejas cadenas se ciernen sobre la puerta, coronadas por un gran candado de metal. Esta intacto, aunque al parecer completamente corroído por el óxido. Con un golpe propinado con el codo (dado que mis manos están inutilizadas ahora), logro hacer que se deshaga en pedazos, los cuales tiñen la arena de rojo. Quito las cadenas como puedo e ingreso en el agradablemente helado recinto, tambaleándome. Todo yace intacto, cubierto por una gruesa capa de polvo: probetas mugrientas, tubos de ensayo rotos, delantales que alguna vez fueron blancos y ahora son de un gris desvaído, frascos con sustancias de diferentes colores, papeles llenos de palabras técnicas. Caigo en la cuenta de que, por increíble que resulte, soy el primero en años en entrar en aquel laboratorio. Tal vez… tal vez todavía tenga alguna oportunidad, después de todo. Leo con desgano las hojas amarillentas de los informes científicos: todas malas noticias. El cómo los desechos químicos arrojados al mar generaron una intoxicación casi irreversible; cómo esa ponzoña asesinó lenta y tortuosamente a todos los animales en el mar, para luego expandirse hacia la tierra. Los ríos sufrieron las consecuencias, portando una toxina prácticamente indetectable, denominada virus RS19. Toda criatura que tomase esa agua supuestamente potable moriría irremediablemente. Los médicos la definieron como la peste invisible, dado que no tiene síntomas visibles ni forma de tratarla o evitarla. Las plantas fueron las primeras en verse afectadas, sufriendo horrendas mutaciones, emanando vapores tóxicos y tornando sus lozanos colores a apagados púrpuras, rojos o negros. La humanidad no tardó en quedar diezmada, tanto por intoxicación como por hambre o sed. La gente dejaba de tomar agua por miedo a envenenarse. Mientras tanto, vacas, gallinas, cerdos y demás animales de granja perecían; nunca llegaron a descubrir si era por un posible contagio aéreo, si el agua que bebían estaba contaminada o si sufrían cierta susceptibilidad al virus.
Una de las hojas contiene un dato curioso que ignoro: las cucarachas son el único ser viviente conocido inmune al virus RS19. Esos diminutos insectos, presentes en nuestro planeta por más de 300 millones de años, pueden pasar más de un mes sin beber agua. Asimismo, se adaptan a prácticamente cualquier clima, comiendo casi cualquier cosa; poseen una memoria asombrosa y un cuerpo capaz de sobrevivir a la decapitación por semanas; resisten hasta dieciséis veces más la radiación que los humanos y los calores y los fríos extremos. Tienen un millón de neuronas que, en conjunto, forman un sistema de reacciones psíquicas particularmente complicadas. Debe haber habido un garrafal error en la Biblia, ya que si Dios creó a una criatura a su imagen y semejanza, entonces sin dudas Dios es una cucaracha.
En un terrario de vidrio resquebrajado, vislumbro uno de estos dichosos y maravillosos insectos. Sus antenas negras, largas, de aspecto pringoso, olisquean el aire con delicadeza. Es extraño verla allí tan tranquila, dado que es una criatura de hábitos nocturnos. En el informe de las cucarachas decía que por cada uno de estos insectos que el hombre ve, hay cerca de doscientas mas escondidas en rendijas cercanas o pequeños espacios cerrados y oscuros similares. Me estremezco ante la visión repentina de las paredes huecas rezumando esos insectos oscuros como la obsidiana, moviendo sus pequeñas antenas constantemente, al acecho, esperando que el sol caiga detrás del horizonte.
Siento que mi cuerpo está al límite definitivo: no me quedan más que un par de horas de vida, y eso con suerte. Paso del terrario, y enfoco mi vista en un gran tanque cercano, en el fondo del laboratorio. No es tanto su contenido lo que despierta mi completa atención, sino el olor: ese aroma es inconfundible. A pesar de ser un olor obviado y menospreciado por cientos de generaciones de seres humanos, el olor del agua es posiblemente el más maravilloso jamás concebido. Es como un perfume exótico para mi nariz, algo que lleva casi un cuarto de siglo sin sentir. Veo entonces el líquido, rezumando del tanque en forma de una cascada maravillosa y celestial. Las aguas claras desbordan por arriba, gracias a una turbina que, vaya uno a saber cómo, sigue aún en funcionamiento. Intentando convencerme de que no es otra ilusión generada por el cansancio y la desesperación, corro en dirección a esa fuente de vida. Sumerjo la cabeza completamente en el agua, ahogándome con placer, disfrutando la sensación de estar rodado de algo tan milagroso. Bebo durante lo que parecen ser horas, hasta que caigo rendido al piso, sintiéndome agotado. No puedo dejar de sonreír, aún cuando descubro el esqueleto que yace a unos pocos pies de distancia, despatarrado en el suelo, con un delantal de laboratorio. Sigo sonriendo luego de leer en los papeles que mi huesudo amigo sostiene en la mano: es un gráfico con los diferentes tóxicos que el hombre ha estado arrojando al mar en los últimos cien años. Los químicos y toxinas se adhirieron al hidrógeno de tal manera que su destilación es prácticamente imposible. Todos los estudios llevados a cabo en este laboratorio buscaban purificar y eliminar los elementos tóxicos adheridos al agua, pero ninguno había tenido éxito. El agua que acababa de beber estaba tan cargada del virus RS19 como la que formaba un pequeño lago afuera. No importaba: recién ahora el amargo sabor metalizado del veneno empieza a invadir mi paladar, mientras mi sonrisa se ensancha aún más. El final llegó, tardío pero seguro, para uno de los últimos seres vivientes del planeta Tierra. Me pregunto cuantos planetas como el nuestro habrán nacido y muerto a lo largo de la historia del universo… Ya no importa mucho, tampoco. Cierro los ojos por última vez; lentamente voy perdiendo el control de mi cuerpo, como si alguien apagara uno a uno unos interruptores en mi mente. Intento gritar para desahogar todo lo que llevo adentro, pero no puedo. Ningún sonido sale de mi boca muda, ninguna imagen entra en mis ojos ciegos, ningún sonido llega a mis oídos sordos. El único sentido que aún prevalece, al parecer el último en abandonarme, es el gusto: sigo sintiendo el penetrante sabor del veneno en mi boca.
Al final, la muerte no era tan terrible como todos la pintaban. Mentalmente, evoco a todos los dioses que mi deteriorada memoria consigue recordar: Alá, Buda, Yaveh, Zeus y el resto de sus compinches. Les ruego a todos y cada uno de ellos por mi alma inmortal, suplico que disculpen mi existencia egoísta y también la de todos los que murieron antes que yo, y los que morirán después (si es que acaso no soy el último). Exhalo por última vez, y con los ojos cerrados, veo algo: el buitre voraz se acerca con meticuloso cuidado, analizándome, examinando con cuidado mi cuerpo, buscando por donde empezar a comer. A su alrededor, expandiéndose como una mancha de petróleo, miles de millones de cucarachas corretean con despreocupación. Ellas no tienen que pensar en cosas tan intranscendentes como la muerte.
Con sorpresa, siento algo húmedo en mis mejillas. Estoy llorando. Largos y sinuosos riachuelos de agua (apostaría mis escasas pertenencias a que es salada y virulenta) resbalan por mi rostro. Mi sonrisa nunca se desvaneció. Me entrego finalmente a los brazos de la muerte, cierro los ojos y pago mi crimen. Ahora sé que finalmente el ser humano saldó todas sus cuentas.
27 ago 2010
Deshielo.
Los barcos de papel eran lo que más me gustaba de ir al parque con el abuelo: siempre, antes de bajar del auto, rebuscaba en la guantera o en los asientos llenos de basura papeles con los que crear pequeñas embarcaciones. Todo servía: desde servilletas de comidas rápidas o panfletos publicitarios hasta papeles importantes del auto o multas de tránsito, pasando por facturas del banco, periódicos viejos y cartas que mi abuela le escribió en su juventud. Con una habilidad increíble, el abuelo doblaba el papel en formas retorcidas, dándole a cada barco una forma distinta al anterior.
Al terminar, corríamos en una carrera hasta la orilla, y el que primero llegaba tenía el privilegio de soltar el barco en el lago. Casualmente, siempre era yo el que llegaba primero, por lo tanto, mi abuelo miraba solemnemente como ponía a algún insecto distraído como navegante de mi barco, o una bandera hecha con una ramita verde, o un chicle abandonado a modo de máscara para finalmente dejar su destino librado al azar. La embarcación no solía durar mucho a flote; generalmente no resistía mas de dos o tres olas fuertes, y se deshacía. Mi abuelo y yo festejábamos este hecho, aunque no sé muy bien por qué.
Ahora vuelvo al presente. El parque sigue casi idéntico a aquella época. El pasto es bastante más alto que en el verano, y de las florecillas salvajes no hay ni rastro. Todo está cubierto de una blanca capa de escarcha, y el lago yace congelado desde hace varias semanas. Me acerco taciturno a la orilla, y algo allí me asombra: de entre la nieve, asoman unos pequeños pimpollos anaranjados. Los cuento: son veinte. Esa parte del lago está empezando a descongelarse, advierto también. Nunca vi el deshielo de aquel lago, ni de ningún otro. Miro mi reloj; el tiempo ahora tiene valor y significado concreto, no como en aquella época en la cual las horas no existían para mí. Me voy de allí, y al llegar a lo alto del monte, me giro y miro de vuelta al lago. Grandes bloques de hielo se separan entre si con lentitud. Sonrío mientras deshago mis pasos. Rebusco en mis bolsillos, y no encuentro más que un par de billetes, las llaves de mi casa y del auto y unas monedas. En el bolsillo trasero me topo con la carta que encontré esa misma mañana en mi mesa de luz. Está escrita por mi esposa, un bonito detalle de su parte, avisándome que se va a casa de su madre con intenciones de no volver nunca más a mi lado, y que se lleva a los niños y mi dinero.
Sin dudarlo, empiezo a doblarla como mi abuelo me enseñó, y pronto consigo un barco digno de admiración. Tomo uno de los pimpollos (diecinueve es mejor numero que veinte) y lo acomodo sobre mi barco. También desparramo por la superficie un poco de nieve, y encima, un poco de tierra, cuidando que no sea demasiada como para hundirlo antes de tiempo. Finalmente, satisfecho con mi obra, lo deposito en el agua.
Una rapida corriente lo aleja. Se empieza a bambolear entre los pequeños témpanos de hielo, empujandolos y formando nuevas rutas y pasajes entre ellos, alejandose cada vez mas de mi. Me gustaría ser del tamaño de una hormiga o de un escarabajo, y que algún niño me suba a su barco de papel como yo hacía hace tanto tiempo, para finalmente hundirme en el medio del lago de forma romántica. Me río ante mi visión retorcida del romanticismo, para luego sentarme sobre el césped congelado. El barco está atorado entre dos grandes pedazos de hielo, y ya empieza a hundirse. Desaparece progresivamente, y cuando con un ruidoso "blup" se pierde de mi vista, me pongo de pie y grito, rio, lloro y festejo, como cuando hacía cuando era niño. Nadie me ve, pero aún así me siento tonto. Me siento desolado, y siento nostalgia de nunca poder volver a aquellas epocas maravillosas. Abandoné el parque con rapidez, y nunca mas volví a poner un pie en el.
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Bueno, volví. No sé por cuanto, ni por qué, pero bueno, acá estoy. No pregunten por el coso de arriba, no tiene sentido ni razón de ser. Simplemente salió eso de mi cabeza hoy. No, no terminé Despojos; de hecho, hace rato que no escribo nada de él. Tengo que retomarlo pronto. Bueno, eso. Blub blub dararara. Chau, hasta mañana se ha dicho.
10 jun 2010
Adiós.
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Si hay algo que siempre ha existido y siempre existirá, si hay algo a lo que el hombre jamás le encontrara una explicación racional, algo que es ineludible para cada ser vivo, ese algo es la muerte. ¿Quien sabe que hay mas alla? ¿Quien puede sostener algo con completa seguridad al respecto? La muerte es una cosa que a veces llega cuando uno menos se lo espera, otras en las que su espera se extiende por demasiado tiempo, siendo precedida por un camino de agonía, dolor y martirio que en su momento da la impresión de ser infinito. La muerte, algo sencillo a la vez que complicado. Una mordida de determinado animal, una bocanada de cierta toxina, una picadura de cierto insecto, una bala en el lugar acertado, esas cosas pueden inducir a una muerte simple, rápida y, generalmente, dolorosa, mientras que hay gente que recibe golpes, soporta accidentes de transito, enfrenta quemaduras y sobrevive. A veces son increíbles las formas idiotas que tiene la muerte de actuar. Pensando en problemas actuales que vive el mundo, como un simple microbio, de un tamaño infimo, tan pequeño que el ojo humano no puede percibir, puede destruirnos en cuestion de horas. Como un mosquito, un ser ridiculamente diminuto, puede acabar con nuestras vidas. El hombre, desde hace ya miles de años, ha creido ser el ser superior de la naturaleza, el mas inteligente, habil y poderoso. El ser humano destruyo millones de cosas para su propio beneficio: extinguio razas enteras de animales, destruyo habitats naturales, y sigue haciendolo, cree poder superar cualquier enemigo, sea del tipo que sea. Pero nunca pudo superar a la muerte, ni ayer, ni hoy ni nunca.
Si lo vemos desde el lado biologico, la muerte es el detenimiento en las funciones de ciertos organos vitales, sea por las causa que sea. El cuerpo fallece. Pero ¿que hay con todo lo vivido? ¿que hay con lo que algunos llaman alma? ¿donde se encuentra la misma? ¿adonde va? Hay quienes dicen que no hay nada. Que, en el momento que el cerebro se detiene, c'est finite. Se acabo. En muchas ocasiones he tratado de imaginar lo que se sentiría ser nada. Dicen que la imaginación no tiene limites, pero me es curioso encontrar que ese “sentirse parte de la nada” puede ser la excepcion de esta regla. Es decir, podemos resolver problemas de calculo diferencial e integral, podemos ingeniarnoslas para enviar hombres a la Luna o sondas espaciales a otros planetas, pero no podemos ni siquiera imaginar lo que se siente no ser nada. Es curioso y a la vez ironico.
Todos hemos sentido cantidad de dolores diferentes a lo largo de la vida. Dolor al herirnos con algo, al rasparnos las rodillas, al cortarnos con un cuchillo, al estar enfermos, al pelearnos con un ser querido, pero ninguno de esos dolores se compara al dolor de perder a un ser amado. Es un dolor mas agudo que cualquiera que pueda existir jamas. Hiere en un lugar en el que nadie puede curarnos, en un lugar donde las medicinas no sanan, un lugar que suele llamarse alma. Un sitio que ningun cirujano puede reparar o extirpar. Al sentir la muerte cerca, se crea un agujero que nunca se llena, que quedara alli por el resto de nuestras vidas. Creo que el contenido de ese agujero se va con la persona a la que perdimos. Lo mas curioso es que, por mas que perdamos a cientos de amigos y familiares, siempre tendremos alma, es algo que nunca se acaba. Sentimos todos y cada uno de los hoyos en ella, pero tambien sentimos que nos queda un poco mas.
Una de las cosas mas dificiles de la vida son los reproches que nos hacemos a nosotros mismos, que siempre acuden a su cita cuando se produce una muerte. "¿Por que no habre pasado mas tiempo con el?", "Hace mucho que no le decia que lo queria...", "No pude despedirme de ella del modo adecuado", esos son tres de los millones de reproches que rondan por nuestras mentes al producirse una muerte, ni hablar cuando uno se echa la culpa de lo ocurrido. Es algo horrible, pero inevitable.
Por experiencia personal, creo que cuando se produce una muerte, esta nos fortalece un poco a todos. Como siempre digo, todo en la vida tiene un lado bueno y un lado malo. En este caso, estrecha los vinculos con amigos y familiares, nos demuestra quienes son realmente las personas que nos quieren y se preocupan por nosotros, la necesitamos para darnos cuenta de las cosas realmente importantes que tenemos y de la importancia de un "te quiero" a tiempo.
Pero hay un siguiente nivel en tener presente la muerte, y es aceptarla. Aceptar que muchas de nuestras personas mas queridas moriran algun dia, y otras sin esperarnoslo. Pero no solo eso. Cada dia que vivimos algo muere en nosotros. Vamos perdiendo progresivamente la fe ciega en muchas cosas. Mueren las amistades, mueren los amores, mueren las esperanzas y mueren los deseos. Mueren millones de cosas, cada dia, poco a poco y muchas veces de forma imperceptible. De algun modo todas esas muertes nos transforman, nos vuelven más indiferentes, más cínicos ante todo. Es en cierto modo triste, pero cierto. A algunos puede parecerles pesimista, pero no es mas que una realidad. Nadie dice que no se pueda evitar.
Los modos de afrontar la muerte de un ser cercano son variadas y diferentes. A veces nos sorprende como reaccionan nuestros amigos o familiares en estas circunstancias: el que mas duro parecia, es el que mas lagrimas derrama. El mas fragil, no llora en ningun momento. Algunos se apoyan en el otro, compartiendo su dolor, intentandose aferrarse a algo real. Otros prefieren llevar la procesion por dentro, como suele decirse, penando en solitario, autoconsolandose. Otros ni siquiera no logran aceptar la perdida, asimilar la derrota (aunque en algunos casos se torna en victoria, segun quien y como se vea) y unos pocos (afortunados, dirian algunos, desafortunados, sostendrian otros) no sienten absolutamente nada. A pesar de que el muerto sea la persona mas querida para ellos, no sienten dolor ante la perdida. Son inmunes a ello, pero son increiblemente vulnerables a otras clases de heridas. Esto me regresa al pensamiento de lo extraño que es el hombre. Como se va forjando cada persona a su manera y a sus circunstancias.
Hay miles, por no decir millones de teorias sobre la muerte, muchas conjeturas, muchas ideas, pero ninguna certeza: reencarnacion, nuevas realidades, mundos paralelos, vida eterna, resurreccion, viajes temporarios, nada en absoluto. Pero lo realmente cierto es que, cuando la muerte aparece y nos abofetea en pleno rostro, las religiones y creencias entran en juego a salvarnos. Sin una creencia es, a mi parecer, practicamente imposible sobrellevar la perdida. ¿Como seguir adelante creyendo que alguien tan importante para ti se extinguio en el aire? ¿que todo lo que vivio y penso y sintio ya no existe? ¿Es realmente posible pensar eso? Mahatma Gandhi dijo una vez: 'Si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel'. No puedo estar mas de acuerdo con el
A veces es mejor no pensar tanto en la muerte, y pensar mas en la vida. Nadie sabe lo que pueda ocurrir mañana, asi que vivamos el presente. No hay dia como hoy. Como dijo alguna vez André Malraux, un politico frances: 'La muerte sólo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida'.
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No sé por qué me afectó tanto la noticia... Ni siquiera la conocía personalmente. Nunca vi siquiera una foto de ella. Simplemente te oía nombrarla, hablarme de ella, contarme como progresaba...
Cuando me enteré de que finalmente se había ido, sentí como si alguien tirara la cadena en el inodoro que es mi cabeza. Encontré en mi escritorio, entre cientos de papeles con garabatos y estupideces, el resumen de La Historia Interminable que me habías pedido que le hiciera... Y me puso terriblemente mal el que nunca se la haya podido dar. Sigo sin saber por qué. La tengo al lado de mi cama, y la leo una y otra vez como un estúpido, esperando leer algo diferente, o que cambie algo.
Perdón por no haber estado con vos en estos momentos. Son la clase de situaciones que te hacen preguntarte qué necesita el otro: si compañía, si soledad, que le estén encima, que no lo molesten... Actué mal, ahora me doy cuenta. Sólo me resta decirte que te quiero demasiado, y estoy con vos. De verdad.
Cuando nos veamos, quiero que guardes el resumen vos... No me siento bien teniéndolo yo.
Tom.
5 jun 2010
Voy a desperdiciar mi tiempo así.
Miro a mi alrededor. Si estas paredes hablaran, dirían tantas cosas... Presenciaron hechos de toda índole a lo largo de estos años. Peleas, romances, reconciliaciones, nacimientos y muertes. Vieron familiares, amigos, parejas, enfermos, enemigos, locos, ladrones, curas, políticos, psicólogos, doctores, militares, policías, bomberos, artistas... Es una lista imposible de efectuar. Simplemente interminable. Me pregunto si las paredes, en el caso de poder hablar, me echarían la culpa. No lo creo... La gente que me echa la culpa de lo ocurrido es la gente ignorante.
Me miro las manos arrugadas. Veo en ellas decenas de años de trabajo, de creación e inventiva. Trabajo que pocos valoraron. También veo sangre, sangre seca y desteñida. La sangre no se va nunca. Se prende con garras de acero de cualquier superficie.
Miro el cuarto nuevamente: el piso de madera roída, la puerta agrietada y desvencijada, cerrada con seis candados. Las ventanas enrejadas, con el pálido sol otoñal entrando a través de los gruesos maderos que la atraviesan. La mesa llena de toscos mensajes tallados por mi en la superficie. Las paredes blancas, antaño calcinadas por un fuego que ocasionamos nosotros, están ahora llenas de mensajes, fechas, notas, historias, nombres y situaciones escritos en lápiz. Mensajes que nadie mas que nosotros conoce. Cualquiera que entrara sin conocerme me tomaría por un loco, y no descarto serlo. Toda mi vida me trataron como uno, y después de lo ocurrido mi cordura se escabulló lejos.
No hay muebles aparte de la mesa de madera, atornillada a la pared. Mi cama consiste en un montón de sabanas y dos almohadas revueltas de cualquier manera en el piso. Una cucaracha se escabulle entre ellas; no le doy importancia. Hubo cosas peores que una cucaracha en mi cama.
Vuelvo a la PC y sigo con lo que había estado haciendo. Aprieto las teclas con velocidad, plasmando mis recuerdos en la hoja de píxeles que conforma al programa Word. La historia lentamente va tomando forma, y estoy conforme. Finalmente, luego de tantos intentos en el borrador que fueron las paredes, logré dar con el relato definitivamente. Finalmente podré decirle al mundo mi historia. Estoy seguro de que la mayoría hará caso omiso a ella, o simplemente se reirá y dirá que es basura, o peor, que es ficción, pero no importa. Yo sé lo que es cierto, y mientras mi relato llegue aunque sea a una persona, me sentiré realizado.
Estoy cerca del final. Escribo de atrás para adelante los hechos, y finalmente llego al presente. Describo mi cuarto hoy, incluyendo a la cucaracha, mi única compañía en los últimos diez años. Describo la reacción de la gente al verme, y también la mía al verlos.
La última palabra cierra todo. Todas las historias, las de todas las personas a las que conocí durante aquella época, se desarrollan de forma paralela. Se unen en un punto, como pasando por un tubo muy delgado, donde se apretujan y empujan por conseguir un lugar, y finalmente se disparan en distintos rumbos. Hace mucho que no sé nada de los demás, ni quiero saberlo. Todo está suficientemente mal sin estar en contacto, no quiero siquiera pensar lo que pasaría de relacionarnos una vez más.
El punto final que inserto es en realidad una coma. Hay mas cosas que relatar, pero aún no sucedieron. Tal vez nunca sucedan. Tal vez yo muera y nunca me entere, pero ya habré cumplido mi parte. Ya habré comunicado al mundo lo que pasó durante esos años en la gran casa y entonces todo mejorará para mi. Todo mejorará el día que alguien lea mi historia... no, nuestras historias. Tal vez, probablemente, haya muerto para entonces, pero no importa. Sé que, vivo o muerto, esté donde esté, finalmente el archivo que es mi mente se ordenará como por arte de magia y todo estará bien.
Escucho un crujido en el piso, como una pisada, y me giro alerta hacia la puerta. No hay nadie, por supuesto. Otra vez creí oírla llegar. Siempre lo hago.
Esta es mi historia. Probablemente no la entiendas, probablemente no la creas, pero garantizo con toda la cordura que me queda que cada palabra es cierta. Creelo si quieres. Su sola lectura salvará mi alma de los fuegos del Infierno. Solo me resta decirte gracias... gracias por salvarme. Gracias por leer el resumen de nuestras desgracias.
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Este es el prólogo de la novela que tengo en mente hace un año o dos, que empezaré a escribir apenas termine con Despojos, la novela que escribo actualmente. La próxima no tiene nombre aún, aunque uno de los candidatos es "Dante". No daré mas adelantos que lo que publiqué arriba. El prólogo fue una cosa bastante espontánea, a decir verdad; no tenía planeado hacerlo así. Ni siquiera tenía pensado postear algo relacionado con esta novela hoy, pero parece que mi mente tiene otros planes. Espero que les guste, no dejen de comentar!
Tom.
28 may 2010
El lago.
Pero hay lugares donde la tela esta rasgada y la realidad es muy fina. El rostro de debajo se asoma... pero no el rostro de un cadaver. Casi sería mejor si lo fuera. Boo'ya Moon es uno de esos lugares, y no me extraña que el dueño haya colocado un maldito cartel de "PROHIBIDO EL PASO".
Y allí estaba el lago, como un sueño hecho realidad. Mientras contemplaba su fantasmal espejo reluciente, los últimos recuerdos encajaron en sus respectivos lugares, y recordar fue como volver a casa. Rodea la roca gris y olvida la sangre reseca que mancha la campana y que tanto la ha inquietado. Olvida el frío, el aullido del viento y la aurora boreal que ha dejado atrás. Por un instante incluso olvida lo a él, a quien ha venido a buscar para llevarlo a casa..., siempre y cuando quiera regresar. Contempla el fantasmal espejo reluciente y lo olvida todo. Porque es hermoso. Y aunque nunca había estado aquí, es como volver a casa. Ni siquiera se asusta cuando una de esas cosas empieza a reír, porque se halla en territorio seguro. No necesita que nadie se lo diga; en su fuero interno lo sabe, al igual que sabe que él lleva años hablando de este lugar en sus conferencias y escribiendo sobre él en sus libros. También sabe que es un lugar triste.
Es el lago al que todos acudimos a beber, nadar, pescar un poco desde la orilla; también es el lugar donde algunas almas valerosas zarpan con sus precarias barquitas en pos de los grandes navíos. Es el lago de la vida, la copa de la imaginación, y supone que cada persona ve una versión distinta de él, pero siempre con dos rasgos en común; siempre tiene alrededor de un kilómetro y medio de profundidad en el Bosque de las Hadas, y siempre es un lugar triste. Porque la imaginación no es la única esencia de este lugar. También lo es la espera. Sentarse... y contemplar estas aguas oníricas... y esperar. Ya viene, piensas. Ya se acerca, lo sé. Pero no sabes de qué se trata exactamente, y los años pasan. ¿Cómo lo sabe? Supone que se lo reveló la luna; y también la aurora boreal que te quema los ojos con su frío fulgor; la dulce y polvorienta fragancia de las rosas y el frangipán en la Colina del Amor; sobre todo se lo dijeron los ojos de él mientras pugnaba por aferrarse, aferrarse, aferrarse. Por evitar tomar el camino que conducía a este lugar. Otras risas se elevan en las entrañas más tenebrosas del bosque, y de repente se oye un rugido que las silencia por unos instantes. A su espalda, la campanilla tintinea y luego enmudece de nuevo. Debería darme prisa. Sí, aunque percibe que la prisa es la antítesis de este lugar. Tienen que regresar a la casa de Sugar Top Hill lo antes posible, y no por el peligro que representan las bestias salvajas, los ogros, los troles y otras criaturas extrañas que habitan las profundidades del Bosque de las Hadas, donde siempre está oscuro como una mazmorra y donde nunca brilla el sol, sino porque cuanto más tiempo pase aquí, menos probabilidades tendrá ella de llevarlo de vuelta a casa. Además.. imagina cómo sería ver la luna arder como una piedra fría en la superficie quieta del lago..., y piensa: Seguramente fascinante. Sí. Unos viejos escalones de madera descienden por la ladera. Junto a cada peldaño se ve un hito de piedra con una palabra labrada en él. En Boo’ya Moon puede leerlas, pero sabe que en casa no significarían nada para ella; y apenas recordará lo esencial: {tk} significa “pan”. La escalera termina en una pendiente que desciende hacia la izquierda y termina al nivel del agua, donde una playa de fina arena blanca reluce a la luz cada vez más tenue. Antes de la playa, labrados escalonadamente en un muro de roca, hay unos doscientos bancos curvados de piedra que dan al lago. Deben de tener capacidad para unas mil o incluso dos mil personas sentadas muy juntas, pero no es así. Calcula que no puede haber más de cincuenta o sesenta en total, y casi todos ellos se ocultan entre los pliegues de unas sábanas que parecen mortajas. Pero si están muertos, ¿cómo es posible que estén sentados? ¿Realmente quiere averiguarlo? En la playa hay unas dos docenas más, bastante dispersos. Y algunos, seis u ocho tal vez, en el agua. Vadean en silencio. Cuando llega al pie de la escalera y empieza a caminar hacia la playa, avanzando con facilidad por el surco de un sendero que muchos han recorrido antes que ella, ve a una mujer inclinarse y empezar a lavarse la cara. Lo hace con los ademanes lentos de una persona dormida. También se sintió como en un sueño, pero no lo era. Y entonces lo ve. Está sentado en un banco de piedra situado a nueve o diez hileras por encima del nivel del lago. Aún tiene la colcha africana de la buena de ma, sólo que no está envuelto en ella, porque hace demasiado calor. La lleva echada sobre las rodillas, con el dobladillo arremolinado sobre los pies. Ella no sabe cómo la colcha africana puede estar aquí y al mismo tiempo en la casa, y piensa: Puede que algunos objetos sean especiales. Como él. ¿Y ella? ¿Ha quedado una versión de ella en la casa de Sugar Top Hill? No lo cree. Cree que ella no es tan especial, ella no, no. Está convencida de que, para bien o para mal, está del todo aquí. O del todo esfumada, según a qué mundo te refieras. Toma aliento con la intención de llamarlo por su nombre, pero se contiene, impelida por una intuición. Chist, piensa. Calla, pequeña, ahora... Ahora debes guardar silencio, pensó, al igual que en enero de 1996. Todo seguía como entonces, sólo que ahora lo veía un poco mejor porque había llegado un poco antes, y las sombras del valle de piedra que contenía el lago no eran tan densas. El cuerpo de agua tenía forma de pelvis femenina. En el extremo de la playa, donde las caderas se estrechaban en dirección a la cintura, se veía un saliente de fina arena blanca. En él, bastante separadas unas de otras, había cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, las miradas embelesadas fijas en el lago. En el lago había media docena más. Ninguno de ellos nadaba. Casi todos se habían metido sólo hasta las pantorrillas, salvo un hombre a quien el agua le llegaba a la cintura. Ella deseó poder distinguir la expresión del hombre, pero estaba demasiado lejos. Tras las personas que había en el agua y las que había en la playa (y que todavía no habían hecho acopio de valor suficiente para meterse, dedujo), se alzaba el muro inclinado de roca con docenas o quizás centenares de bancos labrados en él. En ellos se sentaban unas doscientas personas, también muy separadas unas de otras. Le parecía recordar que la otra vez sólo había visto a cincuenta o sesenta, pero esta tarde había muchas más. Pero de todos los que había, al menos tres cuartas partes estaban envueltos en aquellas horribles (mortajas) sábanas. También hay un cementerio, ¿lo recuerdas? El pecho volvía a dolerle horrores, pero miró el lago y recordó la mano mutilada de él. También recordaba la rapidez con que se había recuperado del disparo del psicópata... Los médicos habían quedado estupefactos. Existía un medicamento mejor que el Vicodin para ella, y muy cerca por añadidura. Y empezó a descender por la pendiente, esta vez con la única y triste diferencia de que él no estaba sentado en ningún banco. Justo antes de que el sendero muriera en la playa, ella vio otro camino que se abría a su izquierda, alejándose del lago. Una vez más la abrumaron los recuerdos y vio la luna.
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Ya me estoy colgando de vuelta, sorpresa sorpresa. Mañana prometo algo más interesante.
25 may 2010
La Democracia da Frutos.
El árbol poseía cierta aura de misterio a su alrededor: si se lo miraba desde determinado ángulo, se veía joven y lozano, con pocos años encima y colores vivos vistiendo su inmensidad; en síntesis, un árbol con una larga vida por delante. Pero si se lo miraba de otro lado, inclinándose uno un poco hacia abajo y torciendo la cabeza, parecía ser la cosa más vieja y desgastada en la historia del mundo. La madera parecía podrida y sus colores desvaídos como la tela de una camisa vieja que ya nadie quiere usar.
Seguí admirándolo durante un largo rato, caminando a su alrededor con una expresión de fascinación pintada en mi rostro. De las ramas castañas pendían verdes hojas, asimilándose a grandes lagrimones de color verde claro que colgaban boca abajo, bañadas en rocío. Las grandes ramas nudosas se separaban en mil y una direcciones distintas, trazando sus propios caminos. Lo examiné desde todos los sitios, rebuscando entre cada una de las ramas, agitando las hojas y sacudiendo el tronco. Lo que buscaba era la fruta, esa fruta de color celeste metalizado que significaba un deleite para el paladar, el alma y el corazón: un solo bocado, decían, parecía rejuvenecerlo a uno completamente. Se suponía que la fruta estuviese ahí, pero no lograba dar con ella de ningún modo. Ya estaba por darme por vencido cuando, finalmente, la vi: estaba en lo alto de la copa, descansando sobre una almohadilla de hojas verdes como si de una joya se tratase. En cierta forma poseía una especie de realeza, por decirlo de algún modo. Era la fruta más maravillosa que el mundo hubiese conocido.
Sin pensarlo dos veces y haciendo las peripecias más impensadas, me trepé al delgado (y a la vez grueso) tronco. Con cuidado de no quebrar ninguna rama ni romper ninguna hoja, llegué a lo alto de la copa. Miré triunfante a los alrededores por un segundo, sintiéndome una especie de dios, allí en lo alto del enigmático árbol: a mi alrededor solo había planicies verdes, con pastos creciendo de forma salvaje por doquier. No se avistaba ningún otro árbol, persona u objeto hasta donde la vista alcanzaba a ver. Solo llanuras de césped, cuyas largas briznas se agitaban con calma, dando la impresión de estar frente a un océano color esmeralda. El instinto me instaba a quedarme por siempre allí en lo alto.
Volví mi vista hacia el fruto. Extendí el brazo lo más que pude, y las yemas de mis dedos apenas si tocaron la aterciopelada superficie celeste. Haciendo uso de todo el equilibrio posible, me estiré sujetándome solo con las piernas hasta que la fruta quedo atrapada dentro de mi mano. Recobré el equilibrio justo a tiempo, y sentándome en la entonces gruesa y fornida rama castaño claro, examiné la fruta: no era más grande que una manzana, ni más pequeña que una ciruela, pero no se asemejaba a ninguna cosa que antes hubiese visto. Su forma parecía la de una pera a la inversa, con dos protuberancias de color más claro en la parte de abajo. Mire hacia todos lados, asegurándome de que no hubiese nadie que intentara robar el precioso objeto, y finalmente le di un mordisco: al instante supe que era tan falso como un burdo trozo de vidrio coloreado simulando ser un diamante. Una oleada de sabor amargo y ácido inundó mi boca, y una tira de imágenes confusas y desorientadoras desfilaron ante mis ojos: gente mendigando en la calle, ladrones matando inocentes por unos cuantos centavos, gobiernos deshonestos con los cuales la gente no se siente representada, pueblos reprimidos y controlados donde no hay libertad de expresión y donde la discriminación manda; en pocas palabras, un país sin reglas. A pesar de saber la horrible verdad que encerraban estas imágenes mentales, sentí la palpitante tentación de llevarlas a cabo. Anhelaba poseer dinero y poder a montones y la capacidad de hacer que mi palabra fuese ley de todos los demás. Era una tentación muy fuerte, y creo que hubiese sucumbido ante ella si no hubiese visto, pendiendo de una rama cercana, un fruto de misma forma y contextura del que acababa de comer, pero de color anaranjado. De inmediato supe, aunque no sé como, que era uno de los frutos reales. Prácticamente me abalancé hacia él, y logré arrancarlo limpiamente al primer intento. Sintiendo cómo la cáscara rugosa y naranja calentaba mis dedos helados de forma proporcional, empecé a bajar del árbol. Una vez de vuelta en tierra firme, me senté contra el tronco, viejo y frágil. Estaba agotado y mareado. Acaricié con cariño contenido la extraña fruta y finalmente la llevé a mi boca, la cual aún mantenía un débil espectro del sabor agrio del fruto celeste. Intentando saborear al máximo el elixir que contenía esa pequeña cápsula naranja, mordí con lentitud, sintiendo como se deshacía sola dentro de mi boca. Fue como si una bomba de sabor estallase en mi paladar, pero al contrario de cualquier otro alimento, y al igual que el que había probado minutos antes, esta fruta invocó mil imágenes a mi mente: vi un pueblo próspero y alegre, donde la gente es libre, donde la discriminación no existe, donde las leyes se siguen al pie de la letra y la justicia se hace cumplir; donde los gobernantes son correctos y siguen la voz de su pueblo, donde no existen la pobreza, la delincuencia y el mal. Es un gran pueblo, a pesar de que sus límites terrenales sean pequeños. Es un pueblo libre y democrático. Y, a pesar de lo real que se me presenta, dentro, muy dentro de mí, sé que este pueblo perfecto es imaginario.
Lentamente, el dulce sabor de la fruta se perdió en mi garganta, y las imágenes del pueblo que había estado viendo empezaron a desaparecer como el humo que mana de una taza de café caliente. Pasados unos segundos, ya no quedaba nada de las mismas, pero sí quedaba un anhelo persistente y que aumentaba de forma inversamente proporcional a las imágenes que se desvanecían en mi interior. Podía emular ese pueblo perfecto; no igualarlo, pero si crear algo lo mas parecido posible.
Observé durante un momento más el Árbol de la Democracia, cuyos frutos anaranjados estaban agotándose ya: cada vez abundaban más y más de los falsos, con un relleno amargo y ocre, repleto de imágenes de falsas utopías. Estos frutos le provocaban a uno transformarse en un monstruo egocéntrico y hambriento de poder y dinero, desinteresado con respecto al prójimo; lo transformaban a uno en algo inhumano.
Estaba orgulloso de mi mismo. Había logrado superar la tentación, las promesas vanas y vacías que prometía el fruto celeste, y había recibido en compensación uno de los frutos naranjas. Sabía que era la primera vez en mucho tiempo que alguien probaba uno real, que alguien se resistía al poder y optaba por lo que era correcto. Me relamí los labios, intentando refrescar las imágenes del pueblo perfecto, pero fue inútil. Aún así, no tenía importancia: tenía lo fundamental en mi mente, las bases sobre las que sostendría mi nuevo, a la vez que antiguo pueblo.
Sonriente, abandoné el verde e infinito campo donde vivía este extraño árbol con sus extraños frutos. Había sido la primera vez que iba allí, y resultó que también fue la última. Y, aunque creo que de más esta decirlo, mi pueblo fue uno de los más prósperos y felices jamás vistos.
24 may 2010
Promesa de un Soldado.
Mientras ella se arrebuja en los reconfortantes y cálidos brazos de su esposo, piensa en la situación política que atraviesa Uruguay: desde hace ya tres años que el país esta sumido en un terrible golpe de estado militar. Era dicho régimen el que impulsaba a Bernardo a movilizarse a Montevideo por un breve (esperaba) período de tiempo; su padre, un hombre ya viejo, era un necio por naturaleza, y los años no habían hecho más que empeorar su terquedad. Bernardo sabía muy bien que si por una de esas terribles desgracias del destino los militares caían en la fábrica donde su padre trabajaba, el hombre no dudaría en rebelarse, lo que probablemente le costaría no sólo su empleo, sino también su vida. Bernardo tenía en mente recoger su padre y llevárselo de vuelta a Argentina, desde donde viajarían a Europa buscando asilo hasta que el régimen terminase. Se había tomado dos semanas de vacaciones en la milicia por supuesta enfermedad, que su cuñado, médico, no había dudado en corroborar. A pesar de no estar de servicio, vestía su uniforme y llevaba un arma de fuego. Había decidido ir armado a Uruguay y en caso de necesidad presentarse como militar argentino en servicio. No sabía que clase de adversidades podían presentársele.
Elisa, por su parte, temía por Bernardo. Él se había unido al ejército para defender a su patria, no para destruirla desde adentro. Sus determinados valores eran un arma de doble filo. Temía por él y por ella, temía quedarse sola en casa de su hermana, en un colchón duro y frío. Temía el sonido de las sirenas de policías y ambulancias, temía los titulares de los diarios y temía las noticias que pudiese traer el cartero por la mañana.
—Nunca me dejarás, ¿verdad, Bernardo? –inquirió suavemente la mujer, refugiándose en su pecho.
—No seas tonta, Elisa –murmuró Bernardo, suavizándose de forma increíble su duro rostro con una sonrisa bonachona-. Eres lo único que necesito en mi vida, ahora y siempre. Nunca te dejaré. Es una promesa.
—¿Volverás sano y salvo, verdad?
Estrujándola entre sus brazos fornidos, Bernardo le besó la cabeza. Acto seguido, se sacó el gorro militar y se lo puso a su esposa.
—Volveré antes de que lo notes. Toma mi gorra como garantía de ello; un soldado nunca incumple su palabra.
La besó una última vez. Estrechó su frágil mano con delicadeza y la miró a los ojos, sintiéndose tan enamorado como hacía quince años, o incluso más. En ese entonces eran apenas unos jóvenes inexpertos en un mundo demasiado ajetreado, donde no entendían las reglas de juego ni su rol en el mismo. Habían cambiado tantas cosas desde entonces… en sus rostros se empezaban a formar pequeñas arrugas, indicando su paso de los lozanos veinte a los alarmantes treinta años; sus corazones estaban repletos de otros valores, más adultos, más propios de sí mismos; sus ojos ya no miraban al mundo con esa inocencia y expectativa propia de la juventud, sino que lo hacían desde un punto de vista mas bien maduro, personal y hasta podría decirse frío y calculador.
Bernardo liberó la mano de Elisa con una suave caricia de despedida, alejándose mientras la miraba fijamente a los ojos. Al ver como su pesar se contagiaba en su marido, Elisa recuperó la compostura con rapidez: se enderezó, con el gorro de su esposo levemente ladeado, y esbozó un saludo militar. Bernardo soltó una carcajada y subió finalmente al gran barco gris con rumbo a Montevideo.
Con las lágrimas rodando por sus mejillas, improvisando su boca una sonrisa torcida, triste y llena de preocupación, Elisa se despidió con la mano. Sintiendo que esos diez días no pasarían nunca, mientras el agua congelaba el cuerpo que ella sentía vacío sin su esposo, observó el barco alejarse hacia el horizonte en un sepulcral silencio, dividiendo en dos las oscuras aguas del río de La Plata.
La rutina de Elisa se repitió el sexto día. Cuando fueron las ocho, entró en la casa. Recogió la correspondencia y volvió a salir al jardín, como un autómata, sin mirar las cartas. Clara hojeó distraída los sobres sellados: factura, factura, factura y… una carta de Uruguay. Con las manos temblando, miró a su hermana, quien la ignoraba.
—¡Elisa! –logró gritar finalmente-. ¡Llegó una carta de Bernardo!
Como saliendo de un trance, la mujer levantó la vista. Parecía haber renacido, más viva y fuerte que nunca. Se puso de pie de inmediato, con el rostro embargado de esperanza, tirando a su paso accidentalmente la mesita con el desayuno.
El sobre amarillento estaba doblado, arrugado y rasgado, pero Elisa no le prestó atención. La carta era corta, escrita con un trazo pulcro y apretado; era de Bernardo. Lo leyó con voz temblorosa pero alta, para que Clara también pudiese oir.
“Querida Elisa: Ya han pasado dos días de mi partida. Aún no consigo dar con papá. Se mudo, así que tendré que ir a buscarlo a la fábrica por la mañana. Te escribiré sin falta apenas sepa cuando viajamos, notificándote de mis planes. Lo más probable es que viajemos al exterior apenas llegue. No quiero extenderme mucho más, no hay tiempo que perder. Te amo, Elisa.
Por siempre tuyo,
Bernardo.”
Finalmente, todo estaba volviendo a la normalidad. Volvería a ver a Bernardo dentro de nada. Soltó una carcajada mientras las lágrimas rodaban por su rostro, y abrazó a su hermana. Los festejos se prolongaron hasta altas horas de la noche. Aproximadamente a las tres de la madrugada, una fuerte sirena interrumpió su charla. Acompañando a la misma, una voz repetía constantemente el mismo mensaje:
—Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones.
El regocijo que había pintado los rostros de ambas mujeres a lo largo de ése día se transformó en una mueca de espanto y preocupación. Por cada paso que la buena fortuna daba, la mala racha se adelantaba dos.
—¡PAREN TODO! –vociferó, disparando tres veces en dirección al techo. En un instante el galpón se sumió en un silencio de ultratumba, mientras que los militares miraban con recelo y miedo las insignias que llevaba en su pecho y que lo distinguían como sargento.
Juan José Brignole miró a su hijo con una mezcla de humillación y agradecimiento en sus ojos. Agachó la cabeza, y tosiendo sangre, se incorporó como pudo.
—¿Qué se supone que es esto, soldados? –pregunto a los gritos, señalando a su padre malherido.
—Este hombre se levantó en contra de la Junta Militar, sargento –musitó uno de los hombres, con voz firme y segura.
—Con que un rebelde, ¿eh? Buen trabajo, muchachos. Yo me encargo de ahora en adelante. Pueden volver a sus puestos de trabajo.
En silencio, Bernardo sacó a su padre de la fábrica de zapatos en la que había trabajado los últimos treinta años.
—¿En qué estabas pensando, papá? Si llegaba diez minutos más tarde, te hubieran matado.
—La muerte no me preocupa en lo más mínimo, hijo. Como dijo un gran hombre, “Mejor morir de pie que vivir de rodillas”. Vos ya sos grande, Bernardo, y tu mamá ya no está… No tengo nada más por lo que pelear, sólo mis ideales.
Bernardo buscaba con afán un lugar donde dejar la segunda carta para Elisa, donde le explicaba los pasos a seguir. Con su padre malherido, no podía moverse con mucha rapidez, y eso le restaba tiempo precioso. Finalmente, en una esquina bastante desolada, se alzaba un buzón rojo de metal. Deslizó el sobre blanco dentro y se giró para volver a la casa, pero algo lo hizo detenerse en seco: frente a ellos dos, había seis soldados. Uno de los uniformados, un hombre de bigote poblado, se acerco altaneramente.
—Sargento Bernardo Brignole, Juan José Brignole… Que grata sorpresa encontrarlos en estos lares. Mi nombre es Rodolfo Ibañez, coronel del honorable cuerpo militar de la República Oriental del Uruguay. Nos informaron en los cuarteles de Buenos Aires que estaba enfermo, señor Brignole; parece que se recuperó rápido. Menos mal que leímos cierta carta destinada a su esposa, y gracias a Dios nuestros soldados se dieron cuenta de que usted no era de por acá.
—Lacras humanas, malditos hijos de… -empezó a decir el padre de Bernardo, pero un golpe le volteó la cara, haciéndolo callar.
—Será mejor que cuide esa boca, señor Brignole -musito Ibañez, limpiándose la mano como si hubiese tocado grasa de auto-. No es muy sensato usar ese lenguaje con altos mandos del gobierno.
El anciano hizo caso omiso y siguió soltando improperios mientras un hilillo de sangre caía por su mentón. El general Ibañez se acercó a Bernardo con una sonrisa pintada en el rostro que más que contento expresaba asco.
—Fue esa estúpida carta de amor la que lo delató, sargento Brignole. ¿No supuso que monitoreábamos la correspondencia estando a días de tomar el poder? Se imaginará la sorpresa de sus compañeros cuando entró una carta desde Montevideo, enviada por un soldado dado de baja por enfermedad. Pero eso no importa, mientras usted tenga en claro sus valores -le tendió su pistola reglamentaria, soltando una risita-. Reprima al rebelde Juan José Brignole.
—Mi coronel…
—¡Que lo reprima! Es una orden, ¿acaso piensa cometer desacato? Sabe lo que significa eso en un gobierno como el actual, ¿no, señor Brignole?
Sin decir una palabra más, Bernardo levantó la pistola con su mano temblorosa. Se giró con los ojos vidriosos en dirección a su padre, quien lo miró desafiante. Bernardo puso el dedo en el gatillo… y le disparó en el pecho a Ibañez sin dudarlo. Los soldados que escoltaban al coronel soltaron un aullido de sorpresa y enojo. Lo último que Bernardo alcanzó a ver antes de que los militares lo redujesen fue la mirada de complicidad y orgullo en el rostro de su padre.
Tras diecinueve meses de la desaparición física de Bernardo, Elisa decidió mudarse. Consiguió una pequeña y confortable casa frente al puerto donde había visto a su esposo por última vez; desde entonces hasta el fin de sus días recreó sus últimos momentos con Bernardo, recordando las palabras, gestos y expresiones. Llevaba consigo la gorra militar cada mañana, mirándola durante horas y horas, sumida en el más grande silencio. Nunca olvidó la promesa inquebrantable del soldado: volvería a su lado pasara lo que pasase.
La mañana del diecinueve de septiembre de 1996 Elisa cumplió su rutina de todos los días. Caminó hasta el borde del muelle y se quedó largo rato sumida en sus recuerdos. Un silbido la distrajo: el cartero la esperaba, un tanto impaciente, en la puerta de su casa.
—Señora Brignole, hemos encontrado una carta para usted enviada hace veinte años. No se habían podido entregar por estar en posesión de la Junta Militar.
El hombre le entregó un sobre, amarillo por el paso de los años, muy maltratado, remendado con cinta adhesiva. Sintiendo el corazón galopear dentro de su pecho, Elisa lo tomó con sumo cuidado, y sin decir nada mas entro en su casa. Cuando lo abrió, lo primero que reconoció fue el olor: era el aroma inconfundible de Bernardo, impregnado en el papel. Su esposo desaparecido le informaba que viajarían a Europa hasta que el golpe de estado terminara, pero eso no era lo importante; en ese momento esas palabras eran vanas al lado de lo que sentía la mujer al leer las palabras de amor, tiernas y frescas, que Bernardo había escrito en el papel. Una vez más, y sintiéndose una chiquilla tonta, las lágrimas brotaron de sus ojos, incontenibles; pero no eran lágrimas de pesar o de añoranza, sino todo lo contrario. Eran lágrimas de alegría. Bernardo había cumplido con su promesa, y había vuelto a su lado de la mejor forma posible.
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Este es un cuento que presenté a un concurso literario organizado para la Feria del Libro 2010 entre Argentina y Uruguay; tenía que transcurrir en los últimos 200 años, en el Río de La Plata. Bueno, teniendo en consideración que me enteré un día antes del cierre, que el límite era de 10 páginas Word a doble espacio y que lo hice en tres horas, estoy muy feliz con lo que resultó. No gané ni nada parecido, pero bueno, ya tengo una tercera participación literaria :3