El aire lleva consigo un extraño aroma a flores silvestres y especias. Es un olor que siempre me alegra y me transporta en el tiempo a mi ya lejana niñez, cuando mi abuelo me llevaba en su viejo y destartalado auto al parque más alejado de la ciudad. Me parece estar allí de nuevo: abro los ojos y veo uno de los lugares más hermosos que haya conocido en mi vida: infinitos prados se extienden hasta donde alcanza la vista, con largas briznas verdes de césped que se doblegan ante la voluntad del viento; todo ese verdor está salpicado aquí y allá por flores multicolores, que se ciñen alrededor de un lago cristalino. Sobre la superficie del agua se dibujan suaves olas, en las que se mecen pequeños barcos de papel hechos por niños como yo.
Los barcos de papel eran lo que más me gustaba de ir al parque con el abuelo: siempre, antes de bajar del auto, rebuscaba en la guantera o en los asientos llenos de basura papeles con los que crear pequeñas embarcaciones. Todo servía: desde servilletas de comidas rápidas o panfletos publicitarios hasta papeles importantes del auto o multas de tránsito, pasando por facturas del banco, periódicos viejos y cartas que mi abuela le escribió en su juventud. Con una habilidad increíble, el abuelo doblaba el papel en formas retorcidas, dándole a cada barco una forma distinta al anterior.
Al terminar, corríamos en una carrera hasta la orilla, y el que primero llegaba tenía el privilegio de soltar el barco en el lago. Casualmente, siempre era yo el que llegaba primero, por lo tanto, mi abuelo miraba solemnemente como ponía a algún insecto distraído como navegante de mi barco, o una bandera hecha con una ramita verde, o un chicle abandonado a modo de máscara para finalmente dejar su destino librado al azar. La embarcación no solía durar mucho a flote; generalmente no resistía mas de dos o tres olas fuertes, y se deshacía. Mi abuelo y yo festejábamos este hecho, aunque no sé muy bien por qué.
Ahora vuelvo al presente. El parque sigue casi idéntico a aquella época. El pasto es bastante más alto que en el verano, y de las florecillas salvajes no hay ni rastro. Todo está cubierto de una blanca capa de escarcha, y el lago yace congelado desde hace varias semanas. Me acerco taciturno a la orilla, y algo allí me asombra: de entre la nieve, asoman unos pequeños pimpollos anaranjados. Los cuento: son veinte. Esa parte del lago está empezando a descongelarse, advierto también. Nunca vi el deshielo de aquel lago, ni de ningún otro. Miro mi reloj; el tiempo ahora tiene valor y significado concreto, no como en aquella época en la cual las horas no existían para mí. Me voy de allí, y al llegar a lo alto del monte, me giro y miro de vuelta al lago. Grandes bloques de hielo se separan entre si con lentitud. Sonrío mientras deshago mis pasos. Rebusco en mis bolsillos, y no encuentro más que un par de billetes, las llaves de mi casa y del auto y unas monedas. En el bolsillo trasero me topo con la carta que encontré esa misma mañana en mi mesa de luz. Está escrita por mi esposa, un bonito detalle de su parte, avisándome que se va a casa de su madre con intenciones de no volver nunca más a mi lado, y que se lleva a los niños y mi dinero.
Sin dudarlo, empiezo a doblarla como mi abuelo me enseñó, y pronto consigo un barco digno de admiración. Tomo uno de los pimpollos (diecinueve es mejor numero que veinte) y lo acomodo sobre mi barco. También desparramo por la superficie un poco de nieve, y encima, un poco de tierra, cuidando que no sea demasiada como para hundirlo antes de tiempo. Finalmente, satisfecho con mi obra, lo deposito en el agua.
Una rapida corriente lo aleja. Se empieza a bambolear entre los pequeños témpanos de hielo, empujandolos y formando nuevas rutas y pasajes entre ellos, alejandose cada vez mas de mi. Me gustaría ser del tamaño de una hormiga o de un escarabajo, y que algún niño me suba a su barco de papel como yo hacía hace tanto tiempo, para finalmente hundirme en el medio del lago de forma romántica. Me río ante mi visión retorcida del romanticismo, para luego sentarme sobre el césped congelado. El barco está atorado entre dos grandes pedazos de hielo, y ya empieza a hundirse. Desaparece progresivamente, y cuando con un ruidoso "blup" se pierde de mi vista, me pongo de pie y grito, rio, lloro y festejo, como cuando hacía cuando era niño. Nadie me ve, pero aún así me siento tonto. Me siento desolado, y siento nostalgia de nunca poder volver a aquellas epocas maravillosas. Abandoné el parque con rapidez, y nunca mas volví a poner un pie en el.
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Bueno, volví. No sé por cuanto, ni por qué, pero bueno, acá estoy. No pregunten por el coso de arriba, no tiene sentido ni razón de ser. Simplemente salió eso de mi cabeza hoy. No, no terminé Despojos; de hecho, hace rato que no escribo nada de él. Tengo que retomarlo pronto. Bueno, eso. Blub blub dararara. Chau, hasta mañana se ha dicho.
27 ago 2010
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