24 may 2010

Promesa de un Soldado.

El encapotado y tormentoso cielo gris, tenebroso y amenazante, brilló con intensidad cuando un relámpago pareció partirlo en dos. Grandes gotas de lluvia empezaron a caer con rapidez, oscureciendo el piso de concreto y madera del puerto de Buenos Aires. Un inmenso buque aguardaba junto al muelle, bamboleándose levemente sobre el agua, a la espera de que el capitán decidiese desamarrarlo y dejarlo libre. A pocos metros de la escalera que conducía a la proa de dicha embarcación, mojándose con las gotas heladas en el puerto desierto, Elisa y Bernardo Brignole se ven sumidos en un abrazo que parece eterno.
Mientras ella se arrebuja en los reconfortantes y cálidos brazos de su esposo, piensa en la situación política que atraviesa Uruguay: desde hace ya tres años que el país esta sumido en un terrible golpe de estado militar. Era dicho régimen el que impulsaba a Bernardo a movilizarse a Montevideo por un breve (esperaba) período de tiempo; su padre, un hombre ya viejo, era un necio por naturaleza, y los años no habían hecho más que empeorar su terquedad. Bernardo sabía muy bien que si por una de esas terribles desgracias del destino los militares caían en la fábrica donde su padre trabajaba, el hombre no dudaría en rebelarse, lo que probablemente le costaría no sólo su empleo, sino también su vida. Bernardo tenía en mente recoger su padre y llevárselo de vuelta a Argentina, desde donde viajarían a Europa buscando asilo hasta que el régimen terminase. Se había tomado dos semanas de vacaciones en la milicia por supuesta enfermedad, que su cuñado, médico, no había dudado en corroborar. A pesar de no estar de servicio, vestía su uniforme y llevaba un arma de fuego. Había decidido ir armado a Uruguay y en caso de necesidad presentarse como militar argentino en servicio. No sabía que clase de adversidades podían presentársele.
Elisa, por su parte, temía por Bernardo. Él se había unido al ejército para defender a su patria, no para destruirla desde adentro. Sus determinados valores eran un arma de doble filo. Temía por él y por ella, temía quedarse sola en casa de su hermana, en un colchón duro y frío. Temía el sonido de las sirenas de policías y ambulancias, temía los titulares de los diarios y temía las noticias que pudiese traer el cartero por la mañana.
—Nunca me dejarás, ¿verdad, Bernardo? –inquirió suavemente la mujer, refugiándose en su pecho.
—No seas tonta, Elisa –murmuró Bernardo, suavizándose de forma increíble su duro rostro con una sonrisa bonachona-. Eres lo único que necesito en mi vida, ahora y siempre. Nunca te dejaré. Es una promesa.
—¿Volverás sano y salvo, verdad?
Estrujándola entre sus brazos fornidos, Bernardo le besó la cabeza. Acto seguido, se sacó el gorro militar y se lo puso a su esposa.
—Volveré antes de que lo notes. Toma mi gorra como garantía de ello; un soldado nunca incumple su palabra.
La besó una última vez. Estrechó su frágil mano con delicadeza y la miró a los ojos, sintiéndose tan enamorado como hacía quince años, o incluso más. En ese entonces eran apenas unos jóvenes inexpertos en un mundo demasiado ajetreado, donde no entendían las reglas de juego ni su rol en el mismo. Habían cambiado tantas cosas desde entonces… en sus rostros se empezaban a formar pequeñas arrugas, indicando su paso de los lozanos veinte a los alarmantes treinta años; sus corazones estaban repletos de otros valores, más adultos, más propios de sí mismos; sus ojos ya no miraban al mundo con esa inocencia y expectativa propia de la juventud, sino que lo hacían desde un punto de vista mas bien maduro, personal y hasta podría decirse frío y calculador.
Bernardo liberó la mano de Elisa con una suave caricia de despedida, alejándose mientras la miraba fijamente a los ojos. Al ver como su pesar se contagiaba en su marido, Elisa recuperó la compostura con rapidez: se enderezó, con el gorro de su esposo levemente ladeado, y esbozó un saludo militar. Bernardo soltó una carcajada y subió finalmente al gran barco gris con rumbo a Montevideo.
Con las lágrimas rodando por sus mejillas, improvisando su boca una sonrisa torcida, triste y llena de preocupación, Elisa se despidió con la mano. Sintiendo que esos diez días no pasarían nunca, mientras el agua congelaba el cuerpo que ella sentía vacío sin su esposo, observó el barco alejarse hacia el horizonte en un sepulcral silencio, dividiendo en dos las oscuras aguas del río de La Plata.
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Cinco días más tarde, el 24 de marzo de 1976, Elisa amaneció deprimida y distante. Su vida era un triste reflejo de lo que había sido una semana atrás; era prácticamente un vegetal. Pasaba la tarde acostada en la precaria cama que su hermana Clara le había preparado, mirando con una atención perturbadora la gorra que Bernardo le había dado, sonriéndose y murmurando cosas inentendibles. A Clara le causaba cierta congoja tener que vivir con esa mujer, que en nada se parecía a su dulce hermana menor. La rutina de Elisa consistía en levantarse apenas cantaba el gallo, salir al jardín y desayunar con su hermana, con el suave sol del alba iluminando sus rostros. A las ocho en punto, ni un segundo mas ni un segundo menos, Elisa se levantaba y recogía la correspondencia. Volvía a su asiento en el parque y se aseguraba de que ninguna carta fuese de Bernardo. Clara sentía que no había diferencia entre Elisa y una persona con autismo.
La rutina de Elisa se repitió el sexto día. Cuando fueron las ocho, entró en la casa. Recogió la correspondencia y volvió a salir al jardín, como un autómata, sin mirar las cartas. Clara hojeó distraída los sobres sellados: factura, factura, factura y… una carta de Uruguay. Con las manos temblando, miró a su hermana, quien la ignoraba.
—¡Elisa! –logró gritar finalmente-. ¡Llegó una carta de Bernardo!
Como saliendo de un trance, la mujer levantó la vista. Parecía haber renacido, más viva y fuerte que nunca. Se puso de pie de inmediato, con el rostro embargado de esperanza, tirando a su paso accidentalmente la mesita con el desayuno.
El sobre amarillento estaba doblado, arrugado y rasgado, pero Elisa no le prestó atención. La carta era corta, escrita con un trazo pulcro y apretado; era de Bernardo. Lo leyó con voz temblorosa pero alta, para que Clara también pudiese oir.
“Querida Elisa: Ya han pasado dos días de mi partida. Aún no consigo dar con papá. Se mudo, así que tendré que ir a buscarlo a la fábrica por la mañana. Te escribiré sin falta apenas sepa cuando viajamos, notificándote de mis planes. Lo más probable es que viajemos al exterior apenas llegue. No quiero extenderme mucho más, no hay tiempo que perder. Te amo, Elisa.
Por siempre tuyo,
Bernardo.”
Finalmente, todo estaba volviendo a la normalidad. Volvería a ver a Bernardo dentro de nada. Soltó una carcajada mientras las lágrimas rodaban por su rostro, y abrazó a su hermana. Los festejos se prolongaron hasta altas horas de la noche. Aproximadamente a las tres de la madrugada, una fuerte sirena interrumpió su charla. Acompañando a la misma, una voz repetía constantemente el mismo mensaje:
—Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones.
El regocijo que había pintado los rostros de ambas mujeres a lo largo de ése día se transformó en una mueca de espanto y preocupación. Por cada paso que la buena fortuna daba, la mala racha se adelantaba dos.
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Cuando entró en la amplia fábrica de zapatos, Bernardo supo que algo andaba mal: los guardias y empleados no estaban en sus puestos de trabajo, y un alboroto terrible (mezcla de gritos de protesta, de aliento y de llantos) se oía en la parte trasera. Desenfundando su arma, Bernardo corrió en esa dirección y vio de inmediato a su padre, tirado en el suelo, siendo pateado por tres soldados uniformados.
—¡PAREN TODO! –vociferó, disparando tres veces en dirección al techo. En un instante el galpón se sumió en un silencio de ultratumba, mientras que los militares miraban con recelo y miedo las insignias que llevaba en su pecho y que lo distinguían como sargento.
Juan José Brignole miró a su hijo con una mezcla de humillación y agradecimiento en sus ojos. Agachó la cabeza, y tosiendo sangre, se incorporó como pudo.
—¿Qué se supone que es esto, soldados? –pregunto a los gritos, señalando a su padre malherido.
—Este hombre se levantó en contra de la Junta Militar, sargento –musitó uno de los hombres, con voz firme y segura.
—Con que un rebelde, ¿eh? Buen trabajo, muchachos. Yo me encargo de ahora en adelante. Pueden volver a sus puestos de trabajo.
En silencio, Bernardo sacó a su padre de la fábrica de zapatos en la que había trabajado los últimos treinta años.
—¿En qué estabas pensando, papá? Si llegaba diez minutos más tarde, te hubieran matado.
—La muerte no me preocupa en lo más mínimo, hijo. Como dijo un gran hombre, “Mejor morir de pie que vivir de rodillas”. Vos ya sos grande, Bernardo, y tu mamá ya no está… No tengo nada más por lo que pelear, sólo mis ideales.
Bernardo buscaba con afán un lugar donde dejar la segunda carta para Elisa, donde le explicaba los pasos a seguir. Con su padre malherido, no podía moverse con mucha rapidez, y eso le restaba tiempo precioso. Finalmente, en una esquina bastante desolada, se alzaba un buzón rojo de metal. Deslizó el sobre blanco dentro y se giró para volver a la casa, pero algo lo hizo detenerse en seco: frente a ellos dos, había seis soldados. Uno de los uniformados, un hombre de bigote poblado, se acerco altaneramente.
—Sargento Bernardo Brignole, Juan José Brignole… Que grata sorpresa encontrarlos en estos lares. Mi nombre es Rodolfo Ibañez, coronel del honorable cuerpo militar de la República Oriental del Uruguay. Nos informaron en los cuarteles de Buenos Aires que estaba enfermo, señor Brignole; parece que se recuperó rápido. Menos mal que leímos cierta carta destinada a su esposa, y gracias a Dios nuestros soldados se dieron cuenta de que usted no era de por acá.
—Lacras humanas, malditos hijos de… -empezó a decir el padre de Bernardo, pero un golpe le volteó la cara, haciéndolo callar.
—Será mejor que cuide esa boca, señor Brignole -musito Ibañez, limpiándose la mano como si hubiese tocado grasa de auto-. No es muy sensato usar ese lenguaje con altos mandos del gobierno.
El anciano hizo caso omiso y siguió soltando improperios mientras un hilillo de sangre caía por su mentón. El general Ibañez se acercó a Bernardo con una sonrisa pintada en el rostro que más que contento expresaba asco.
—Fue esa estúpida carta de amor la que lo delató, sargento Brignole. ¿No supuso que monitoreábamos la correspondencia estando a días de tomar el poder? Se imaginará la sorpresa de sus compañeros cuando entró una carta desde Montevideo, enviada por un soldado dado de baja por enfermedad. Pero eso no importa, mientras usted tenga en claro sus valores -le tendió su pistola reglamentaria, soltando una risita-. Reprima al rebelde Juan José Brignole.
—Mi coronel…
—¡Que lo reprima! Es una orden, ¿acaso piensa cometer desacato? Sabe lo que significa eso en un gobierno como el actual, ¿no, señor Brignole?
Sin decir una palabra más, Bernardo levantó la pistola con su mano temblorosa. Se giró con los ojos vidriosos en dirección a su padre, quien lo miró desafiante. Bernardo puso el dedo en el gatillo… y le disparó en el pecho a Ibañez sin dudarlo. Los soldados que escoltaban al coronel soltaron un aullido de sorpresa y enojo. Lo último que Bernardo alcanzó a ver antes de que los militares lo redujesen fue la mirada de complicidad y orgullo en el rostro de su padre.
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Los minutos pasaron con rapidez, haciéndose horas. Las horas se volvieron días, los días se acumularon en semanas, las semanas se transformaron en meses y los meses en años. Elisa nunca dejó de esperar a Bernardo. Dejó sus años de esplendor con rapidez, y su deslumbrante belleza de mujer madura desapareció en un soplido. Su cabello castaño claro se volvió gris, su rostro terso terminó lleno de arrugas, sus ojos azules se hundieron por la tristeza y sus labios ya nunca volvieron a sonreír.
Tras diecinueve meses de la desaparición física de Bernardo, Elisa decidió mudarse. Consiguió una pequeña y confortable casa frente al puerto donde había visto a su esposo por última vez; desde entonces hasta el fin de sus días recreó sus últimos momentos con Bernardo, recordando las palabras, gestos y expresiones. Llevaba consigo la gorra militar cada mañana, mirándola durante horas y horas, sumida en el más grande silencio. Nunca olvidó la promesa inquebrantable del soldado: volvería a su lado pasara lo que pasase.
La mañana del diecinueve de septiembre de 1996 Elisa cumplió su rutina de todos los días. Caminó hasta el borde del muelle y se quedó largo rato sumida en sus recuerdos. Un silbido la distrajo: el cartero la esperaba, un tanto impaciente, en la puerta de su casa.
—Señora Brignole, hemos encontrado una carta para usted enviada hace veinte años. No se habían podido entregar por estar en posesión de la Junta Militar.
El hombre le entregó un sobre, amarillo por el paso de los años, muy maltratado, remendado con cinta adhesiva. Sintiendo el corazón galopear dentro de su pecho, Elisa lo tomó con sumo cuidado, y sin decir nada mas entro en su casa. Cuando lo abrió, lo primero que reconoció fue el olor: era el aroma inconfundible de Bernardo, impregnado en el papel. Su esposo desaparecido le informaba que viajarían a Europa hasta que el golpe de estado terminara, pero eso no era lo importante; en ese momento esas palabras eran vanas al lado de lo que sentía la mujer al leer las palabras de amor, tiernas y frescas, que Bernardo había escrito en el papel. Una vez más, y sintiéndose una chiquilla tonta, las lágrimas brotaron de sus ojos, incontenibles; pero no eran lágrimas de pesar o de añoranza, sino todo lo contrario. Eran lágrimas de alegría. Bernardo había cumplido con su promesa, y había vuelto a su lado de la mejor forma posible.

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Este es un cuento que presenté a un concurso literario organizado para la Feria del Libro 2010 entre Argentina y Uruguay; tenía que transcurrir en los últimos 200 años, en el Río de La Plata. Bueno, teniendo en consideración que me enteré un día antes del cierre, que el límite era de 10 páginas Word a doble espacio y que lo hice en tres horas, estoy muy feliz con lo que resultó. No gané ni nada parecido, pero bueno, ya tengo una tercera participación literaria :3

1 comentario:

  1. jum jum ese apellido me suena familiar e_e
    los cleffas del jurado no supieron valorarte D:

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