Mientras el sol se
ponía en el horizonte cubriendo todo de un rojo opaco poco cotidiano yo
caminaba, hastiada, entre el gentío que marchaba prorrumpiendo en risas y gritos de alegría, cantando y bailando.
Ese caluroso día de verano, en pleno febrero, toda la gente de la ciudad se
movilizaba al son de la festiva música sin detenerse mucho tiempo en el mismo
lugar, formando parte de ese océano multicolor salpicado de globos, serpentinas
y papeles que era la calle. Un día al año, todos parecían olvidarse de
sus problemas y dejarse llevar por el ritmo de los bombos, sumidos en risas
despreocupadas.
Yo no me incluía en ese “todos”. Por más que la alegría
que reinaba se contagiase con una rapidez y una eficacia increíble, yo era inmune
a ella. Miraba con enojo a esa multitud que no tenía nada mejor que hacer que
salir a causar alboroto y ensuciar las calles. Mi vida no era precisamente de ensueño
por aquellos días, con solo veintiún años, una hija de tres (cuyo padre solo
Dios sabía donde estaba) y un trabajo de ocho horas diarias que apenas si me
permitía mantenerme a flote; no podía darme el gusto de, como esa gentuza,
relegar mis problemas a un segundo plano, dejarlos en un rincón alejado, frío y
polvoriento de mi cabeza y simplemente disfrutar de la música y la felicidad. Hacía
años que no participaba de esos festejos, y no estaba en mis planes hacerlo ese
día. Tampoco estaba en mis planes conocerlo a él.
Lo vi casi instantáneamente: era imposible no fijarse en
esos ojos como dos zafiros relampagueantes que me seguían atentamente, como
riéndose junto al gentío, ocultos tras un bello antifaz dorado. La máscara
parecía estar hecha a mano, adornada con lentejuelas negras, cuentas de
colores, purpurina roja y largas plumas plateadas. El hombre no podía tener más
de treinta años, con su cabello corto y tan negro como la obsidiana
sobresaliendo como picos por los costados de la careta, devorándose los
elásticos. Sus manos estaban levantadas hacia el cielo, como intentando invocar
una lluvia arrasadora que apaciguara esa locura multicolor. Entonces presté
atención a esos labios finos y delgados, y conseguí descifrar una única palabra
que se repetía de manera constante en su gesticulación sonriente: “Atrapame”.
Acto seguido, desapareció, como engullido por la multitud.
No sé por qué, pero reí como una niña, tras muchos años
de no hacerlo. Ahora que lo pienso, probablemente era él quien obligaba también
a esa inmensurable masa humana a ser feliz. Yo acababa de salir del hospital
donde trabajaba como secretaria, agotada tras un arduo día laboral y con el
único objetivo de llegar a mi casa a dormitar hasta que se hiciera la hora de
la cena, cuando esa ola abrasadora de felicidad me llevó por delante. Sentí
como si una fuerte ráfaga de aire caliente impactara contra mi cuerpo, entrando
por todos mis poros, invadiendo cada milímetro de mi ser. Fue como, si por un
instante, respirase alegría en estado puro en lugar de oxígeno. Una sonrisa
inconsciente se dibujó en mi rostro, que se ensancho cada vez más mientras me
internaba en la multitud, en pos de aquel misterioso individuo que me había
cautivado como un titiritero a un grupo de niños de preescolar.
Corrí sin cesar arrastrada por cuerdas invisibles,
buscando entre la gente al hombre del antifaz dorado. Las parejas risueñas me empujaban con simpatía, manejándome ese mar de gente como a una muñeca de trapo, sabiendo yo sin embargo a qué lugar exacto debía dirigirme. Los globos de colores no lograban distraerme, y la hipnótica música del flautín solo aceleraba mi marcha. Corrí y salté de vereda en vereda, hasta que llegó un punto en que
tuve que detenerme, pues mis pies parecían latir de desesperación dentro de
los zapatos de taco aguja. Me incliné para quitármelos, sin parar de reírme, y
una vez que me hube incorporado, me di cuenta de que era plena noche. Ya no
quedaba rastro de la murga interminable en la que había estado inmersa hasta
hacía unos minutos. Lo único que quedaba ahora era un largo pasillo de papeles
rotos y globos desinflados, tendidos en la calle como un viejo arcoíris, sucio
y opaco. Me quedé un minuto pasmada, intentando comprender lo que había pasado,
cuando de imprevisto, el muchacho apareció frente a mí. Seguía con el antifaz
sobre su rostro, la mueca enigmática grabada a fuego en sus labios y los ojos
azules riéndose de mí. Se acerco con rapidez y, antes de que pudiese reaccionar,
me dio un fugaz beso sobre los labios.
Me quedé dura, sin saber qué hacer o cómo reaccionar.
Algo parecía bullir incontrolablemente dentro de mí. En ese entonces, en plena
juventud, yo era una mujer madura, cargada de responsabilidades que no correspondían
a mi edad; era una anciana en el cuerpo de una joven. Cuando me besó, liberó mi
alma; mis ojos dejaron de ser fríos y calculadores, estrictos, altivos;
volvieron a mirar al mundo con esa inocencia y expectativa propia de la
juventud, a ser unos ojos inexpertos en un mundo demasiado ajetreado.
Reí otra vez, notando lo absurdo que había sido mi
comportamiento últimamente, poniéndome unos zapatos que me quedaban demasiado
grandes. El muchacho me miró con esa sonrisa pícara, y acto seguido se volteó y
empezó a correr calle abajo.
— ¡Esperá! ¡No te vayas! –vociferé tan fuerte como pude. Me
puse de puntillas, como intentando sobresalir en una multitud ahora inexistente-. ¿Cuál es
tu nombre?
— ¿Mi nombre? –inquirió él a la distancia, con una voz
suave pero firme, risueña pero seria-. ¡Esa pregunta es muy obvia! ¡Mi nombre
es Carnaval!
Acto seguido, dejando a su paso una estela de risas, se
perdió entre las sombras.
Los días pasaron. El otoño sucedió al verano, el invierno
al otoño y la primavera al invierno. El verano volvió sin que me diera cuenta,
y una semana antes del comienzo del carnaval, empecé a hacer una réplica del
antifaz dorado que portaba aquel joven. Traté de imitarlo a la perfección según
me indicaba el recuerdo grabado a fuego que tenía de él, pero por más cuidado
que tuve, no logré una copia tan hermosa como la original. Asistí al carnaval de
ese año, buscándolo, preguntándole a la gente por un hombre con un antifaz
similar al mío. No tuve éxito, pero mis esperanzas no menguaron. Al año
siguiente, volví a hacer el antifaz dorado, intentando hacerlo más parecido
aún. Tampoco quedó perfecto, ni conseguí dar con él esa vez. Seguí el mismo procedimiento
cada verano, con los mismos fútiles resultados. Cuando llegó el día en que mis
articulaciones ya no me permitieron ir a los desfiles, fue mi nieta quien recibió
como herencia la construcción del antifaz y la búsqueda del individuo que se
había autodenominado Carnaval. La fabricación y la persecución se volvieron una
tradición incuestionable en mis descendientes, un mito que perdió sentido con el correr del
tiempo.
A veces, cuando no puedo dormir durante el verano y los
recuerdos añejos vuelven perezosos a mi mente, me pregunto si Carnaval no habrá
sido una alucinación mía, producto del cansancio de una jornada agotadora de
trabajo y una vida demasiado difícil para alguien tan joven. Es entonces cuando
recuerdo esos ojos de zafiro; y puedo asegurar que esa presencia, humana o no,
fue real. Tal vez se trataba de un hombre cualquiera, que vio la oportunidad de
divertirse a costa de una joven distraída y desilusionada de la vida. Yo
prefiero pensar que fue el carnaval que, tomando esa forma, decidió recordarme
que siempre hay una buena razón para sonreír.
Sos mas tierno que no se que.
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