11 feb 2013
Mi nombre es carnaval.
9 sept 2010
Agonía.
Bueno, he aquí este cuento que me dio el primer lugar en el concurso "Contemos la Ciencia", organizado por la Academia Nacional de Ciencias con sede en Córdoba. Tiene varios errores, pero decidí no corregirlo, ya que ganó a pesar de ellos. Espero sus comentarios :3
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La sed abrasa mi garganta. Es un acto reflejo: antes de darme cuenta, mi mano baja en dirección a la cantimplora, y entonces recuerdo que está vacía. Con un ronco gemido, intentando convencerme a mí mismo de que estoy cerca de mi meta, sigo caminando. Siento los pies de plomo, pero continúo recorriendo las áridas tierras que me rodean, habitadas únicamente por ratones, lagartos, serpientes y armadillos, entre otras alimañas típicas del desierto. Encima de mi cabeza, oigo graznar a un inmenso y oscuro buitre, que viene siguiéndome desde hace tiempo. Siento cómo la falta de agua azota mi cuerpo, entumeciendo mis músculos. Mis labios agrietados intentan murmuran el nombre de ése preciado liquido, pero mi reseca garganta se niega a hacerlo. Cada inhalación se vuelve una tortura para mis deshidratados y cansados pulmones, que cada tanto sueltan un pitido quejumbroso. Cada paso que doy es un auténtico martirio, pero algo dentro me dice que tengo que seguir adelante a como dé lugar. Intento ignorar el dolor punzante en un costado de mi vientre, y entonces el cansancio y la sed me hacen perder el control de mi propio cuerpo por un segundo. Tropiezo con mis propios pies, desplomándome sobre la arena caliente. La siento deslizarse dentro de mi camisa, clavándose en mi piel cuan agujas hirvientes. No tengo fuerzas suficientes para levantarme nuevamente. A pesar de que mi mente se empecina en decir lo contrario, desde el principio una desagradable sensación de que mi búsqueda era en vano me invadía. Me quedo tendido sobre la arena, con los ojos cerrados, dispuesto a morir. Puedo oír un sonoro graznido de felicidad de parte de mi amigo alado: la cena está servida para él.
De repente, abro los ojos. A unos pocos metros, el gran buitre negro me mira receloso. Corro como un desquiciado ante el paisaje maravilloso que se yergue delante de mis ojos: una sublime y majestuosa extensión de agua que aliviaría todos mis males. Aunque mi cerebro se niegue a asimilarlo, es un auténtico océano de agua pura y cristalina. Sigo corriendo, sin poder creerlo, entre extasiado y aturdido. Llego al borde de un pequeño precipicio, y debajo me espera la más maravillosa creación de Dios. Me arrojo sobre ese mar de infinito celeste, deseando hacerme uno con el agua. Me siento un ave por un instante; no el mismo tipo de ave que el buitre que me persigue desde el comienzo de mi travesía, sino un verdadero ave fénix que renace de sus cenizas para volver a vivir en un mundo de maravillas. Tras mantenerme en el aire durante unos segundos, sintiendo el viento silbar en mis oídos, empiezo a caer con una lentitud alarmante, y caigo, y caigo… y caigo. Finalmente impacto, pero no contra el agua fresca que tanto anhelaba, sino que sobre el duro y resquebrajado suelo de tierra. Gimiendo a causa del dolor y la confusión, levanto el rostro mugriento, intentando escupir toda la tierra que colma mi boca. Miro en derredor y no veo más que planicies yermas. Nada fue real. Todo era una simple alucinación a causa de la sed. Quiero llorar, pero nada sale de mis lagrimales resecos. Solo un quejido ahogado en el fondo de mi pecho.
Con dificultad, vuelvo a levantarme. Algo me impulsa a no rendirme; a mi mente acude el recuerdo de todas aquellas personas que no tuvieron la oportunidad de elegir entre vivir o morir, entre pelear o prevalecer. Me levanto con fuerzas renovadas. Esto genera cierta frustración en el pájaro rastrero que me sigue, quien lanza un chillido de enojo y despliega las alas con pereza, emprendiendo vuelo nuevamente en dirección al implacable Astro Rey. Avanzo unos metros más, hasta que recuerdo que sigo tan o incluso más sediento que antes. Todavía siento la tierra en mi lengua. Aminoro el paso y miro a mi alrededor: veo altos edificios semi-derruidos, plazas de arena, casas reducidas a escombros y huesos sobresaliendo aquí y allá.
Entre la arena y la tierra asoma una hoja de papel ajada por el tiempo, amarillenta y con el texto un tanto borroneado. En la misma, se ve a una miniatura del planeta tierra, contenido dentro de una gota de agua. El panfleto reza “Aún no es demasiado tarde. ¡Cuidemos el agua! ¡Cuidemos la vida! ¡Cuidemos la Tierra!”. Río para mis adentros: esas palabras están grabadas a fuego en mi memoria desde hace años, cuando leí por primera vez el cartel. Al principio, nadie le prestó atención, pero cuando las consecuencias empezaron a hacerse evidentes, el pánico se extendió por el planeta junto al virus letal transportado por el agua. Las muertes se sucedieron con rapidez y de a miles; la falta de agua potable era una realidad mortífera. Asia y África se vieron diezmadas en cuestión de semanas, mientras múltiples guerras azotaban con fiereza a Europa y a América, todos intentando hacerse con la escasa agua aún bebible.
La risa se torna en tos, que no se detiene con facilidad. Mis pulmones arden como si estuviesen en medio de una hoguera. Miro otra vez el dibujo descolorido del folleto: es parte de la naturaleza humana no saber el valor real de lo que tiene hasta que ya lo ha perdido. Colonizar otros planetas, crear vida artificial, superar el desafío de la muerte… Todos los retos que se propuso el hombre durante los últimos siglos habían sido utopías inalcanzables y vanas. Todas las maravillas tecnológicas son inútiles ahora, en este planeta vacío y muerto.
Mareado, me tiendo de espaldas en la arena. Siento que la mente se me pone en blanco por momentos, y ya no sé dónde estoy ni qué estoy haciendo. Sufro saltos temporales, divisando a mis hijos, a mi familia, a mis amigos; delirios generados por el agotamiento y la necesidad de refrescarme. Otra vez mi mente está en blanco, y quedan en el olvido las personas muertas, la sociedad perdida, las ciudades destruidas y la naturaleza diezmada. Quedan también en el olvido el agua, la vida y la muerte. Tan sólo quiero cerrar los ojos y dormir.
Sobre mi cabeza, diviso al buitre, quien vuela en círculos, armado de una paciencia escalofriante. Sus graznidos secos y voraces me mantienen alerta. Amaga con descender, pero lo ahuyento lanzándole una piedra. Se aleja volando, escandalizado y lanzando grititos ofendidos. Vuelvo a levantarme, dispuesto a proseguir mi marcha: puedo vislumbrar la gran mancha azul grisácea extenderse hacia el infinito a unos cuantos metros. El comienzo de lo que fue la perdición para prácticamente todo el planeta.
Casi arrastrándome, llego al lugar y un temblor de impotencia, angustia y miedo recorre mi cuerpo. Tener esa cantidad interminable de agua y no poder beber de ella es una auténtica ironía divina. Dios realmente tiene un sentido del humor retorcido. Me acerco y, usando mis manos como cuenco, me llevo la sustancia gris que de ninguna manera puede ser agua a la cara. La olfateo con recelo: despide un nauseabundo olor a pescado podrido, salitre y alguna clase de amargo químico. Mis manos empiezan a arder como si el líquido gris fuese carbón encendido, y lo suelto con un alarido. Las palmas de mis manos están en carne viva, y no faltara mucho para que se cubran de ampollas. Ya no tengo fuerzas suficientes ni siquiera para gritar del dolor.
Entonces lo veo, a unos metros de distancia: lindando con la orilla de las aguas envenenadas, hay un gran edificio de ladrillos, cuyos muros están corroídos por la sal del mar y los fuertes vientos del invierno. Unas pesadas y viejas cadenas se ciernen sobre la puerta, coronadas por un gran candado de metal. Esta intacto, aunque al parecer completamente corroído por el óxido. Con un golpe propinado con el codo (dado que mis manos están inutilizadas ahora), logro hacer que se deshaga en pedazos, los cuales tiñen la arena de rojo. Quito las cadenas como puedo e ingreso en el agradablemente helado recinto, tambaleándome. Todo yace intacto, cubierto por una gruesa capa de polvo: probetas mugrientas, tubos de ensayo rotos, delantales que alguna vez fueron blancos y ahora son de un gris desvaído, frascos con sustancias de diferentes colores, papeles llenos de palabras técnicas. Caigo en la cuenta de que, por increíble que resulte, soy el primero en años en entrar en aquel laboratorio. Tal vez… tal vez todavía tenga alguna oportunidad, después de todo. Leo con desgano las hojas amarillentas de los informes científicos: todas malas noticias. El cómo los desechos químicos arrojados al mar generaron una intoxicación casi irreversible; cómo esa ponzoña asesinó lenta y tortuosamente a todos los animales en el mar, para luego expandirse hacia la tierra. Los ríos sufrieron las consecuencias, portando una toxina prácticamente indetectable, denominada virus RS19. Toda criatura que tomase esa agua supuestamente potable moriría irremediablemente. Los médicos la definieron como la peste invisible, dado que no tiene síntomas visibles ni forma de tratarla o evitarla. Las plantas fueron las primeras en verse afectadas, sufriendo horrendas mutaciones, emanando vapores tóxicos y tornando sus lozanos colores a apagados púrpuras, rojos o negros. La humanidad no tardó en quedar diezmada, tanto por intoxicación como por hambre o sed. La gente dejaba de tomar agua por miedo a envenenarse. Mientras tanto, vacas, gallinas, cerdos y demás animales de granja perecían; nunca llegaron a descubrir si era por un posible contagio aéreo, si el agua que bebían estaba contaminada o si sufrían cierta susceptibilidad al virus.
Una de las hojas contiene un dato curioso que ignoro: las cucarachas son el único ser viviente conocido inmune al virus RS19. Esos diminutos insectos, presentes en nuestro planeta por más de 300 millones de años, pueden pasar más de un mes sin beber agua. Asimismo, se adaptan a prácticamente cualquier clima, comiendo casi cualquier cosa; poseen una memoria asombrosa y un cuerpo capaz de sobrevivir a la decapitación por semanas; resisten hasta dieciséis veces más la radiación que los humanos y los calores y los fríos extremos. Tienen un millón de neuronas que, en conjunto, forman un sistema de reacciones psíquicas particularmente complicadas. Debe haber habido un garrafal error en la Biblia, ya que si Dios creó a una criatura a su imagen y semejanza, entonces sin dudas Dios es una cucaracha.
En un terrario de vidrio resquebrajado, vislumbro uno de estos dichosos y maravillosos insectos. Sus antenas negras, largas, de aspecto pringoso, olisquean el aire con delicadeza. Es extraño verla allí tan tranquila, dado que es una criatura de hábitos nocturnos. En el informe de las cucarachas decía que por cada uno de estos insectos que el hombre ve, hay cerca de doscientas mas escondidas en rendijas cercanas o pequeños espacios cerrados y oscuros similares. Me estremezco ante la visión repentina de las paredes huecas rezumando esos insectos oscuros como la obsidiana, moviendo sus pequeñas antenas constantemente, al acecho, esperando que el sol caiga detrás del horizonte.
Siento que mi cuerpo está al límite definitivo: no me quedan más que un par de horas de vida, y eso con suerte. Paso del terrario, y enfoco mi vista en un gran tanque cercano, en el fondo del laboratorio. No es tanto su contenido lo que despierta mi completa atención, sino el olor: ese aroma es inconfundible. A pesar de ser un olor obviado y menospreciado por cientos de generaciones de seres humanos, el olor del agua es posiblemente el más maravilloso jamás concebido. Es como un perfume exótico para mi nariz, algo que lleva casi un cuarto de siglo sin sentir. Veo entonces el líquido, rezumando del tanque en forma de una cascada maravillosa y celestial. Las aguas claras desbordan por arriba, gracias a una turbina que, vaya uno a saber cómo, sigue aún en funcionamiento. Intentando convencerme de que no es otra ilusión generada por el cansancio y la desesperación, corro en dirección a esa fuente de vida. Sumerjo la cabeza completamente en el agua, ahogándome con placer, disfrutando la sensación de estar rodado de algo tan milagroso. Bebo durante lo que parecen ser horas, hasta que caigo rendido al piso, sintiéndome agotado. No puedo dejar de sonreír, aún cuando descubro el esqueleto que yace a unos pocos pies de distancia, despatarrado en el suelo, con un delantal de laboratorio. Sigo sonriendo luego de leer en los papeles que mi huesudo amigo sostiene en la mano: es un gráfico con los diferentes tóxicos que el hombre ha estado arrojando al mar en los últimos cien años. Los químicos y toxinas se adhirieron al hidrógeno de tal manera que su destilación es prácticamente imposible. Todos los estudios llevados a cabo en este laboratorio buscaban purificar y eliminar los elementos tóxicos adheridos al agua, pero ninguno había tenido éxito. El agua que acababa de beber estaba tan cargada del virus RS19 como la que formaba un pequeño lago afuera. No importaba: recién ahora el amargo sabor metalizado del veneno empieza a invadir mi paladar, mientras mi sonrisa se ensancha aún más. El final llegó, tardío pero seguro, para uno de los últimos seres vivientes del planeta Tierra. Me pregunto cuantos planetas como el nuestro habrán nacido y muerto a lo largo de la historia del universo… Ya no importa mucho, tampoco. Cierro los ojos por última vez; lentamente voy perdiendo el control de mi cuerpo, como si alguien apagara uno a uno unos interruptores en mi mente. Intento gritar para desahogar todo lo que llevo adentro, pero no puedo. Ningún sonido sale de mi boca muda, ninguna imagen entra en mis ojos ciegos, ningún sonido llega a mis oídos sordos. El único sentido que aún prevalece, al parecer el último en abandonarme, es el gusto: sigo sintiendo el penetrante sabor del veneno en mi boca.
Al final, la muerte no era tan terrible como todos la pintaban. Mentalmente, evoco a todos los dioses que mi deteriorada memoria consigue recordar: Alá, Buda, Yaveh, Zeus y el resto de sus compinches. Les ruego a todos y cada uno de ellos por mi alma inmortal, suplico que disculpen mi existencia egoísta y también la de todos los que murieron antes que yo, y los que morirán después (si es que acaso no soy el último). Exhalo por última vez, y con los ojos cerrados, veo algo: el buitre voraz se acerca con meticuloso cuidado, analizándome, examinando con cuidado mi cuerpo, buscando por donde empezar a comer. A su alrededor, expandiéndose como una mancha de petróleo, miles de millones de cucarachas corretean con despreocupación. Ellas no tienen que pensar en cosas tan intranscendentes como la muerte.
Con sorpresa, siento algo húmedo en mis mejillas. Estoy llorando. Largos y sinuosos riachuelos de agua (apostaría mis escasas pertenencias a que es salada y virulenta) resbalan por mi rostro. Mi sonrisa nunca se desvaneció. Me entrego finalmente a los brazos de la muerte, cierro los ojos y pago mi crimen. Ahora sé que finalmente el ser humano saldó todas sus cuentas.
3 sept 2010
¡Segundo primer premio!
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Tras un arduo trabajo el Jurado del 2do. Concurso Nacional de Relatos y Cuentos Cortos “Contemos la Ciencia”, dió a conocer la nómina de ganadores seleccionados entre 400 trabajos presentados por alumnos de distintas localidades de nuestro país.
Este Concurso es organizado por la Academia Nacional de Ciencias, institución que convocó a participar del mismo a alumnos de escuelas de nivel inicial, primario, medio y especial de todo el país.
Los cuentos ganadores serán publicados en un libro que editará la Academia (junto a los trabajos ganadores del 1er. Concurso Nacional de Dibujo y Pintura “Dibujemos la Ciencia”. Además, los niños y jóvenes que obtuvieron los Primeros Premios serán obsequiados, junto a un adulto responsable, con el viaje a la Ciudad de Córdoba para participar del Acto de entrega de las distinciones.
La entrega de Premios se llevará a cabo el día jueves 9 de septiembre, a las 17,30 hs, en la sede de la Academia Nacional de Ciencias (Av. Vélez Sársfield 229, Ciudad de Córdoba).
Contamos con su presencia junto a la de todos los participantes, sus familiares y personal de la escuelas representadas.
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CATEGORÍA BANANA (si, banana, no quiero escuchar ni una palabra al respecto, ¿entendido? e_e)
Alumnos del Segundo Ciclo de la Escuela Secundaria (POLIMODAL)
Primer Premio
Trabajo: El símbolo del amor.
Autor: Marina Tsernotópulos
Instituto Secundario Privado Empalme - Ciudad de Córdoba, Córdoba.
Primer Premio
Trabajo: La misión de Chan.
Autor: María Victoria Maccarini
Escuela Media Nro. 235 Gral. Bartolomé Mitre - Bustinza, Santa Fe.
Primer Premio
Trabajo: Agonía.
Autor: Tomás Rodriguez
Escuela de Educación Media Nro. 25 La Chacra de Perdriel - Mar del Plata, Buenos Aires.
Segundo Premio
Trabajo: Química elemental.
Autor: Joaquín Lozano
Colegio de La Salle - Ciudad de Córdoba, Córdoba.
Segundo Premio
Trabajo: La lluvia sagrada.
Autor: Ana Avendaño Quintas
Centro Educativo Causay - Ciudad de San Luis, San Luis.
Tercer Premio
Trabajo: La gota de agua.
Autor: Nicolás Garro
Centro Educativo Causay - Ciudad de San Luis, San Luis.
Tercer Premio
Trabajo: El fin de los tiempos.
Autor: Joaquín Galindo
Colegio Nacional Arturo U. Illia - Mar del Plata, Buenos Aires.
Mención Especial
Trabajo: La despedida del agua a los hombres.
Autor: Valentina Rodríguez
Centro Educativo Causay - Ciudad de San Luis, San Luis.
Mención Especial
Trabajo: El guardián del agua.
Autor: Lucas Lucero
Centro Educativo Causay - Ciudad de San Luis, San Luis.
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Comunicación Institucional: Lic. Gonzalo Biarnés difusion@anc-argentina.org.ar
Academia Nacional de Ciencias Av. Vélez Sársfield 229 X5000WAA - Córdoba - Argentina Tel (+)54-351-4332089 / Fax (+)54-351-4216350 http://www.acad.uncor.edu/
25 may 2010
La Democracia da Frutos.
El árbol poseía cierta aura de misterio a su alrededor: si se lo miraba desde determinado ángulo, se veía joven y lozano, con pocos años encima y colores vivos vistiendo su inmensidad; en síntesis, un árbol con una larga vida por delante. Pero si se lo miraba de otro lado, inclinándose uno un poco hacia abajo y torciendo la cabeza, parecía ser la cosa más vieja y desgastada en la historia del mundo. La madera parecía podrida y sus colores desvaídos como la tela de una camisa vieja que ya nadie quiere usar.
Seguí admirándolo durante un largo rato, caminando a su alrededor con una expresión de fascinación pintada en mi rostro. De las ramas castañas pendían verdes hojas, asimilándose a grandes lagrimones de color verde claro que colgaban boca abajo, bañadas en rocío. Las grandes ramas nudosas se separaban en mil y una direcciones distintas, trazando sus propios caminos. Lo examiné desde todos los sitios, rebuscando entre cada una de las ramas, agitando las hojas y sacudiendo el tronco. Lo que buscaba era la fruta, esa fruta de color celeste metalizado que significaba un deleite para el paladar, el alma y el corazón: un solo bocado, decían, parecía rejuvenecerlo a uno completamente. Se suponía que la fruta estuviese ahí, pero no lograba dar con ella de ningún modo. Ya estaba por darme por vencido cuando, finalmente, la vi: estaba en lo alto de la copa, descansando sobre una almohadilla de hojas verdes como si de una joya se tratase. En cierta forma poseía una especie de realeza, por decirlo de algún modo. Era la fruta más maravillosa que el mundo hubiese conocido.
Sin pensarlo dos veces y haciendo las peripecias más impensadas, me trepé al delgado (y a la vez grueso) tronco. Con cuidado de no quebrar ninguna rama ni romper ninguna hoja, llegué a lo alto de la copa. Miré triunfante a los alrededores por un segundo, sintiéndome una especie de dios, allí en lo alto del enigmático árbol: a mi alrededor solo había planicies verdes, con pastos creciendo de forma salvaje por doquier. No se avistaba ningún otro árbol, persona u objeto hasta donde la vista alcanzaba a ver. Solo llanuras de césped, cuyas largas briznas se agitaban con calma, dando la impresión de estar frente a un océano color esmeralda. El instinto me instaba a quedarme por siempre allí en lo alto.
Volví mi vista hacia el fruto. Extendí el brazo lo más que pude, y las yemas de mis dedos apenas si tocaron la aterciopelada superficie celeste. Haciendo uso de todo el equilibrio posible, me estiré sujetándome solo con las piernas hasta que la fruta quedo atrapada dentro de mi mano. Recobré el equilibrio justo a tiempo, y sentándome en la entonces gruesa y fornida rama castaño claro, examiné la fruta: no era más grande que una manzana, ni más pequeña que una ciruela, pero no se asemejaba a ninguna cosa que antes hubiese visto. Su forma parecía la de una pera a la inversa, con dos protuberancias de color más claro en la parte de abajo. Mire hacia todos lados, asegurándome de que no hubiese nadie que intentara robar el precioso objeto, y finalmente le di un mordisco: al instante supe que era tan falso como un burdo trozo de vidrio coloreado simulando ser un diamante. Una oleada de sabor amargo y ácido inundó mi boca, y una tira de imágenes confusas y desorientadoras desfilaron ante mis ojos: gente mendigando en la calle, ladrones matando inocentes por unos cuantos centavos, gobiernos deshonestos con los cuales la gente no se siente representada, pueblos reprimidos y controlados donde no hay libertad de expresión y donde la discriminación manda; en pocas palabras, un país sin reglas. A pesar de saber la horrible verdad que encerraban estas imágenes mentales, sentí la palpitante tentación de llevarlas a cabo. Anhelaba poseer dinero y poder a montones y la capacidad de hacer que mi palabra fuese ley de todos los demás. Era una tentación muy fuerte, y creo que hubiese sucumbido ante ella si no hubiese visto, pendiendo de una rama cercana, un fruto de misma forma y contextura del que acababa de comer, pero de color anaranjado. De inmediato supe, aunque no sé como, que era uno de los frutos reales. Prácticamente me abalancé hacia él, y logré arrancarlo limpiamente al primer intento. Sintiendo cómo la cáscara rugosa y naranja calentaba mis dedos helados de forma proporcional, empecé a bajar del árbol. Una vez de vuelta en tierra firme, me senté contra el tronco, viejo y frágil. Estaba agotado y mareado. Acaricié con cariño contenido la extraña fruta y finalmente la llevé a mi boca, la cual aún mantenía un débil espectro del sabor agrio del fruto celeste. Intentando saborear al máximo el elixir que contenía esa pequeña cápsula naranja, mordí con lentitud, sintiendo como se deshacía sola dentro de mi boca. Fue como si una bomba de sabor estallase en mi paladar, pero al contrario de cualquier otro alimento, y al igual que el que había probado minutos antes, esta fruta invocó mil imágenes a mi mente: vi un pueblo próspero y alegre, donde la gente es libre, donde la discriminación no existe, donde las leyes se siguen al pie de la letra y la justicia se hace cumplir; donde los gobernantes son correctos y siguen la voz de su pueblo, donde no existen la pobreza, la delincuencia y el mal. Es un gran pueblo, a pesar de que sus límites terrenales sean pequeños. Es un pueblo libre y democrático. Y, a pesar de lo real que se me presenta, dentro, muy dentro de mí, sé que este pueblo perfecto es imaginario.
Lentamente, el dulce sabor de la fruta se perdió en mi garganta, y las imágenes del pueblo que había estado viendo empezaron a desaparecer como el humo que mana de una taza de café caliente. Pasados unos segundos, ya no quedaba nada de las mismas, pero sí quedaba un anhelo persistente y que aumentaba de forma inversamente proporcional a las imágenes que se desvanecían en mi interior. Podía emular ese pueblo perfecto; no igualarlo, pero si crear algo lo mas parecido posible.
Observé durante un momento más el Árbol de la Democracia, cuyos frutos anaranjados estaban agotándose ya: cada vez abundaban más y más de los falsos, con un relleno amargo y ocre, repleto de imágenes de falsas utopías. Estos frutos le provocaban a uno transformarse en un monstruo egocéntrico y hambriento de poder y dinero, desinteresado con respecto al prójimo; lo transformaban a uno en algo inhumano.
Estaba orgulloso de mi mismo. Había logrado superar la tentación, las promesas vanas y vacías que prometía el fruto celeste, y había recibido en compensación uno de los frutos naranjas. Sabía que era la primera vez en mucho tiempo que alguien probaba uno real, que alguien se resistía al poder y optaba por lo que era correcto. Me relamí los labios, intentando refrescar las imágenes del pueblo perfecto, pero fue inútil. Aún así, no tenía importancia: tenía lo fundamental en mi mente, las bases sobre las que sostendría mi nuevo, a la vez que antiguo pueblo.
Sonriente, abandoné el verde e infinito campo donde vivía este extraño árbol con sus extraños frutos. Había sido la primera vez que iba allí, y resultó que también fue la última. Y, aunque creo que de más esta decirlo, mi pueblo fue uno de los más prósperos y felices jamás vistos.
24 may 2010
Promesa de un Soldado.
Mientras ella se arrebuja en los reconfortantes y cálidos brazos de su esposo, piensa en la situación política que atraviesa Uruguay: desde hace ya tres años que el país esta sumido en un terrible golpe de estado militar. Era dicho régimen el que impulsaba a Bernardo a movilizarse a Montevideo por un breve (esperaba) período de tiempo; su padre, un hombre ya viejo, era un necio por naturaleza, y los años no habían hecho más que empeorar su terquedad. Bernardo sabía muy bien que si por una de esas terribles desgracias del destino los militares caían en la fábrica donde su padre trabajaba, el hombre no dudaría en rebelarse, lo que probablemente le costaría no sólo su empleo, sino también su vida. Bernardo tenía en mente recoger su padre y llevárselo de vuelta a Argentina, desde donde viajarían a Europa buscando asilo hasta que el régimen terminase. Se había tomado dos semanas de vacaciones en la milicia por supuesta enfermedad, que su cuñado, médico, no había dudado en corroborar. A pesar de no estar de servicio, vestía su uniforme y llevaba un arma de fuego. Había decidido ir armado a Uruguay y en caso de necesidad presentarse como militar argentino en servicio. No sabía que clase de adversidades podían presentársele.
Elisa, por su parte, temía por Bernardo. Él se había unido al ejército para defender a su patria, no para destruirla desde adentro. Sus determinados valores eran un arma de doble filo. Temía por él y por ella, temía quedarse sola en casa de su hermana, en un colchón duro y frío. Temía el sonido de las sirenas de policías y ambulancias, temía los titulares de los diarios y temía las noticias que pudiese traer el cartero por la mañana.
—Nunca me dejarás, ¿verdad, Bernardo? –inquirió suavemente la mujer, refugiándose en su pecho.
—No seas tonta, Elisa –murmuró Bernardo, suavizándose de forma increíble su duro rostro con una sonrisa bonachona-. Eres lo único que necesito en mi vida, ahora y siempre. Nunca te dejaré. Es una promesa.
—¿Volverás sano y salvo, verdad?
Estrujándola entre sus brazos fornidos, Bernardo le besó la cabeza. Acto seguido, se sacó el gorro militar y se lo puso a su esposa.
—Volveré antes de que lo notes. Toma mi gorra como garantía de ello; un soldado nunca incumple su palabra.
La besó una última vez. Estrechó su frágil mano con delicadeza y la miró a los ojos, sintiéndose tan enamorado como hacía quince años, o incluso más. En ese entonces eran apenas unos jóvenes inexpertos en un mundo demasiado ajetreado, donde no entendían las reglas de juego ni su rol en el mismo. Habían cambiado tantas cosas desde entonces… en sus rostros se empezaban a formar pequeñas arrugas, indicando su paso de los lozanos veinte a los alarmantes treinta años; sus corazones estaban repletos de otros valores, más adultos, más propios de sí mismos; sus ojos ya no miraban al mundo con esa inocencia y expectativa propia de la juventud, sino que lo hacían desde un punto de vista mas bien maduro, personal y hasta podría decirse frío y calculador.
Bernardo liberó la mano de Elisa con una suave caricia de despedida, alejándose mientras la miraba fijamente a los ojos. Al ver como su pesar se contagiaba en su marido, Elisa recuperó la compostura con rapidez: se enderezó, con el gorro de su esposo levemente ladeado, y esbozó un saludo militar. Bernardo soltó una carcajada y subió finalmente al gran barco gris con rumbo a Montevideo.
Con las lágrimas rodando por sus mejillas, improvisando su boca una sonrisa torcida, triste y llena de preocupación, Elisa se despidió con la mano. Sintiendo que esos diez días no pasarían nunca, mientras el agua congelaba el cuerpo que ella sentía vacío sin su esposo, observó el barco alejarse hacia el horizonte en un sepulcral silencio, dividiendo en dos las oscuras aguas del río de La Plata.
La rutina de Elisa se repitió el sexto día. Cuando fueron las ocho, entró en la casa. Recogió la correspondencia y volvió a salir al jardín, como un autómata, sin mirar las cartas. Clara hojeó distraída los sobres sellados: factura, factura, factura y… una carta de Uruguay. Con las manos temblando, miró a su hermana, quien la ignoraba.
—¡Elisa! –logró gritar finalmente-. ¡Llegó una carta de Bernardo!
Como saliendo de un trance, la mujer levantó la vista. Parecía haber renacido, más viva y fuerte que nunca. Se puso de pie de inmediato, con el rostro embargado de esperanza, tirando a su paso accidentalmente la mesita con el desayuno.
El sobre amarillento estaba doblado, arrugado y rasgado, pero Elisa no le prestó atención. La carta era corta, escrita con un trazo pulcro y apretado; era de Bernardo. Lo leyó con voz temblorosa pero alta, para que Clara también pudiese oir.
“Querida Elisa: Ya han pasado dos días de mi partida. Aún no consigo dar con papá. Se mudo, así que tendré que ir a buscarlo a la fábrica por la mañana. Te escribiré sin falta apenas sepa cuando viajamos, notificándote de mis planes. Lo más probable es que viajemos al exterior apenas llegue. No quiero extenderme mucho más, no hay tiempo que perder. Te amo, Elisa.
Por siempre tuyo,
Bernardo.”
Finalmente, todo estaba volviendo a la normalidad. Volvería a ver a Bernardo dentro de nada. Soltó una carcajada mientras las lágrimas rodaban por su rostro, y abrazó a su hermana. Los festejos se prolongaron hasta altas horas de la noche. Aproximadamente a las tres de la madrugada, una fuerte sirena interrumpió su charla. Acompañando a la misma, una voz repetía constantemente el mismo mensaje:
—Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones.
El regocijo que había pintado los rostros de ambas mujeres a lo largo de ése día se transformó en una mueca de espanto y preocupación. Por cada paso que la buena fortuna daba, la mala racha se adelantaba dos.
—¡PAREN TODO! –vociferó, disparando tres veces en dirección al techo. En un instante el galpón se sumió en un silencio de ultratumba, mientras que los militares miraban con recelo y miedo las insignias que llevaba en su pecho y que lo distinguían como sargento.
Juan José Brignole miró a su hijo con una mezcla de humillación y agradecimiento en sus ojos. Agachó la cabeza, y tosiendo sangre, se incorporó como pudo.
—¿Qué se supone que es esto, soldados? –pregunto a los gritos, señalando a su padre malherido.
—Este hombre se levantó en contra de la Junta Militar, sargento –musitó uno de los hombres, con voz firme y segura.
—Con que un rebelde, ¿eh? Buen trabajo, muchachos. Yo me encargo de ahora en adelante. Pueden volver a sus puestos de trabajo.
En silencio, Bernardo sacó a su padre de la fábrica de zapatos en la que había trabajado los últimos treinta años.
—¿En qué estabas pensando, papá? Si llegaba diez minutos más tarde, te hubieran matado.
—La muerte no me preocupa en lo más mínimo, hijo. Como dijo un gran hombre, “Mejor morir de pie que vivir de rodillas”. Vos ya sos grande, Bernardo, y tu mamá ya no está… No tengo nada más por lo que pelear, sólo mis ideales.
Bernardo buscaba con afán un lugar donde dejar la segunda carta para Elisa, donde le explicaba los pasos a seguir. Con su padre malherido, no podía moverse con mucha rapidez, y eso le restaba tiempo precioso. Finalmente, en una esquina bastante desolada, se alzaba un buzón rojo de metal. Deslizó el sobre blanco dentro y se giró para volver a la casa, pero algo lo hizo detenerse en seco: frente a ellos dos, había seis soldados. Uno de los uniformados, un hombre de bigote poblado, se acerco altaneramente.
—Sargento Bernardo Brignole, Juan José Brignole… Que grata sorpresa encontrarlos en estos lares. Mi nombre es Rodolfo Ibañez, coronel del honorable cuerpo militar de la República Oriental del Uruguay. Nos informaron en los cuarteles de Buenos Aires que estaba enfermo, señor Brignole; parece que se recuperó rápido. Menos mal que leímos cierta carta destinada a su esposa, y gracias a Dios nuestros soldados se dieron cuenta de que usted no era de por acá.
—Lacras humanas, malditos hijos de… -empezó a decir el padre de Bernardo, pero un golpe le volteó la cara, haciéndolo callar.
—Será mejor que cuide esa boca, señor Brignole -musito Ibañez, limpiándose la mano como si hubiese tocado grasa de auto-. No es muy sensato usar ese lenguaje con altos mandos del gobierno.
El anciano hizo caso omiso y siguió soltando improperios mientras un hilillo de sangre caía por su mentón. El general Ibañez se acercó a Bernardo con una sonrisa pintada en el rostro que más que contento expresaba asco.
—Fue esa estúpida carta de amor la que lo delató, sargento Brignole. ¿No supuso que monitoreábamos la correspondencia estando a días de tomar el poder? Se imaginará la sorpresa de sus compañeros cuando entró una carta desde Montevideo, enviada por un soldado dado de baja por enfermedad. Pero eso no importa, mientras usted tenga en claro sus valores -le tendió su pistola reglamentaria, soltando una risita-. Reprima al rebelde Juan José Brignole.
—Mi coronel…
—¡Que lo reprima! Es una orden, ¿acaso piensa cometer desacato? Sabe lo que significa eso en un gobierno como el actual, ¿no, señor Brignole?
Sin decir una palabra más, Bernardo levantó la pistola con su mano temblorosa. Se giró con los ojos vidriosos en dirección a su padre, quien lo miró desafiante. Bernardo puso el dedo en el gatillo… y le disparó en el pecho a Ibañez sin dudarlo. Los soldados que escoltaban al coronel soltaron un aullido de sorpresa y enojo. Lo último que Bernardo alcanzó a ver antes de que los militares lo redujesen fue la mirada de complicidad y orgullo en el rostro de su padre.
Tras diecinueve meses de la desaparición física de Bernardo, Elisa decidió mudarse. Consiguió una pequeña y confortable casa frente al puerto donde había visto a su esposo por última vez; desde entonces hasta el fin de sus días recreó sus últimos momentos con Bernardo, recordando las palabras, gestos y expresiones. Llevaba consigo la gorra militar cada mañana, mirándola durante horas y horas, sumida en el más grande silencio. Nunca olvidó la promesa inquebrantable del soldado: volvería a su lado pasara lo que pasase.
La mañana del diecinueve de septiembre de 1996 Elisa cumplió su rutina de todos los días. Caminó hasta el borde del muelle y se quedó largo rato sumida en sus recuerdos. Un silbido la distrajo: el cartero la esperaba, un tanto impaciente, en la puerta de su casa.
—Señora Brignole, hemos encontrado una carta para usted enviada hace veinte años. No se habían podido entregar por estar en posesión de la Junta Militar.
El hombre le entregó un sobre, amarillo por el paso de los años, muy maltratado, remendado con cinta adhesiva. Sintiendo el corazón galopear dentro de su pecho, Elisa lo tomó con sumo cuidado, y sin decir nada mas entro en su casa. Cuando lo abrió, lo primero que reconoció fue el olor: era el aroma inconfundible de Bernardo, impregnado en el papel. Su esposo desaparecido le informaba que viajarían a Europa hasta que el golpe de estado terminara, pero eso no era lo importante; en ese momento esas palabras eran vanas al lado de lo que sentía la mujer al leer las palabras de amor, tiernas y frescas, que Bernardo había escrito en el papel. Una vez más, y sintiéndose una chiquilla tonta, las lágrimas brotaron de sus ojos, incontenibles; pero no eran lágrimas de pesar o de añoranza, sino todo lo contrario. Eran lágrimas de alegría. Bernardo había cumplido con su promesa, y había vuelto a su lado de la mejor forma posible.
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Este es un cuento que presenté a un concurso literario organizado para la Feria del Libro 2010 entre Argentina y Uruguay; tenía que transcurrir en los últimos 200 años, en el Río de La Plata. Bueno, teniendo en consideración que me enteré un día antes del cierre, que el límite era de 10 páginas Word a doble espacio y que lo hice en tres horas, estoy muy feliz con lo que resultó. No gané ni nada parecido, pero bueno, ya tengo una tercera participación literaria :3
28 jul 2009
Cambios.
Tom (: