29 ago 2013

Tiempos a destiempo.

Recordar la infancia me resulta una acción agridulce. Los niños tienen una percepción del tiempo efímera y frágil, una manera de medir los momentos que los adultos parecen perder casi por descuido; es por eso que no pueden hacer otra cosa más que envidiarla. ¡Cómo quisiera uno volver a los primeros años de vida, donde los días son eternos, las semanas interminables, un mes es casi un siglo y un año no termina nunca! Donde el espacio es algo estático que día a día se mantiene intacto y así será para siempre, donde es el tiempo el que avanza. A veces rememoro momentos del pasado y me parece que mi infancia duró el doble; ver que todas esas cosas que tan nítidas y separadas las unas de las otras permanecen en mi mente corresponden en realidad a un periodo de tiempo muy breve me descoloca constantemente.
Es que el tiempo, a diferencia del espacio, no existe de manera material, no existe más que en mediciones y en los propios efectos que genera en el mundo y en quienes lo habitan. Uno puede contar su paso en segundo, minutos y horas... pero, ¿cuánto duran éstos? Hay minutos de media hora, horas que son un segundo, instantes que se infinitizan y eternidades que no duran nada. Hay tiempos sólidos, que no transcurren o que lo hacen lentamente; hay tiempos elásticos que se estiran hasta el doble de su capacidad e incluso hay tiempos muertos y vacíos que nadie sabe cómo han dejado de ser. Hay ocasiones en que el tiempo que se vuelve espacio y como espacio se vuelve insoportable por su inmovilidad. Está el tiempo que se detiene y que al hacerlo pone en movilidad al espacio, un espacio que toma la posta y se despliega raudo o pausado. Un tiempo liquido que discurre y un tiempo liquidado que se desvanece. El tiempo que chorrea intempestivo y el tiempo que resbala eternamente. Tiempos, espacios, mediciones.
Es interesante intentar cambiar de percepción, adaptar el tiempo a nuestro ritmo y que no sea al revés. Ponerle pausa al mundo acelerado en el que vivimos y hacer que, por una vez, el reloj nos favorezca; volver a la infancia, donde un año eran trescientos sesenta y cinco mil millones de recuerdos y no solo un puñado de "dejar para mañana lo que no llego a hacer hoy".
La inmortalidad existe: sólo se trata de saber cómo mirar el mundo, cómo mover el espacio y cómo detener el tiempo.