4 ago 2012

Tal vez nos vayamos, pero de las cenizas volverás.




Ni un solo ruido hace eco en los largos y lúgubres pasillos de la Casa; ni una risa resuena entre las paredes de papel rasgado, ni una voluta de humo asciende por la chimenea cenicienta. La soledad no es algo nuevo para la Casa, que ha permanecido en la colina sobre la que se alza desde que los pueblos no eran pueblos, desde que el hombre no era hombre, desde que el tiempo no era tiempo, pero sin embargo... sin embargo algo había cambiado radicalmente. ¿Era tal vez la casa misma? ¿Eran sus habitantes? ¿Sus habitaciones infinitas? ¿Era el entorno, el tiempo, o acaso lo era el mundo? El cielo gris no es tan gris, el césped beige no es tan beige, los arboles podridos no están tan podridos. Todo luce diferente, demasiado tranquilo para la tranquilidad habitual a la vez que inquieto y movedizo. La Casa está vacía a excepción de la madre de la Muy Bella que Estaba Allí, quien dormía en algún lugar del Alto Ático, cuyo acceso polvoriento estaba restringido  364 días del año. Mil Veces Gran Abuela dormía, pero a la vez se sentía sola, y ella no había estado sola desde que la muerte se había transformado en su mejor amiga.

Latió. Por primera vez en quién sabe cuantos cientos de miles de años, el corazón de Mil Veces Gran Abuela latió por propia voluntad. Una vez. Luego otra. Otra mas. Segundo a segundo, el latido constante se fue regularizando, hasta que abruptamente se detuvo por completo. Lentamente, un ojo negro se movió tras el párpado apergaminado, que lentamente despegó las lagañas milenarias para ver en derredor, mientras la bomba de su cuerpo volvía a funcionar con lentitud. Una lengua viperina asomó entre los labios secos como la arena del desierto y tras relamerlos una, dos, tres veces, lo primero que hizo fue preguntar lo de siempre, lo de cada despertar:

-¿Vino?

Esperó. Un minuto, una hora, un día entero, pero no hubo respuesta alguna. El latir acelerado de su corazón duplicó su velocidad. Definitivamente algo andaba mal. Ninguno de sus nietos había ido a despertarla. Aún no era la fecha.

Cerró los ojos inexistentemente negros e intentó conciliar el sueño otra vez, pero el galope enloquecido de su ya desaparecido corazón no lo permitió. Incómoda y asustada, decidió intentar otra cosa. Haciendo uso de su lengua larga y delgada del color de la ceniza del roble, siseo treinta y siete palabras, ni una mas ni una menos.

Esperó. Un minuto, una hora, un día entero, pero no hubo respuesta alguna. Anuba, el primero que llegó a la Casa, la había abandonado. Con todo el cuerpo temblando, Mil Veces Gran Abuela se puso de pie y caminó tambaleante hasta la ventana. Observa compungida el tétrico jardín delantero desde la ventana circular del ático, sin saber cómo actuar. Algo la había despertado antes de tiempo, algo que no podía asegurar qué era, y por primera vez en miles de años, sentía el miedo quemando sus venas.
Aún faltando cuatro meses y veinticinco días para Halloween, que es por excelencia la festividad favorita de los Elliot, Mil Veces Gran Abuela siente algo que solo siente en cada despertar: miedo, angustia, felicidad, ansiedad, nerviosismo. Definitivamente algo cambió, pero... ¿qué cosa?

Piensa en Timothy por primera vez en más de diez años. Timothy, aquel niño ajeno a la familia milenaria, uno de los pocos reclutados por la Casa. Los recuerdos en torno a él eran difusos, y cuanto más intentaba recordarlo, más ilusorio se tornaba.

Pensó en sus hijos e hijas, en nietos y nietas, en su descendencia toda que era como un nubarrón oscuro en su cabeza. ¿Eran acaso reales, o simples producto de su imaginación? ¿Era ella real?

El crujir de la madera varios pisos más abajo condensó la nube de recuerdos de Mil Veces Gran Abuela y la hizo llover, devolviéndola a la realidad. Por unos momentos, había vagado en un limbo onírico. Al no tener más que hacer, y con el anhelo de que sea uno de sus familiares el que caminaba por la Casa, Mil Veces Gran Abuela bajó de sus aposentos y empezó a recorrer a oscuras aquellos pasillos que conocía tanto como a su propio cuerpo.

Caminó a ciegas durante quién sabe cuántas horas en el rompecabezas dentro del enigma dentro del misterio que era la Casa, hasta que un sollozo la guió a una vieja recámara. Era la habitación que antaño habían compartido la Dama de Brumas y Pantanos y su marido. En la cama pulcramente tendida había una joven desconocida, con el rostro oculto tras las manos y aparentemente compungida por algo.

-¿Quién eres tú y que te trae a mi hogar, muchacha? -dijo con la voz cascada Mil Veces Gran Abuela, permaneciendo de pie en el umbral de la habitación.

La joven levantó la cabeza y cualquier rastro de humanidad que uno pudiera haber sospechado que tenía desapareció de un soplido. Su rostro, largo, anguloso y delgado hasta el punto de parecer enfermizo, tenía dos grandes ojos como bolas de ping pong del más puro color marfil. Su piel, de apariencia suave y tersa como la seda, era de un pálido verde ciénaga. Sus labios eran grandes y alargados, y detrás de ellos, hileras de dientes afilados como agujas asomaban macabramente. Los dedos, largos, finos e inquietantes, tejían mantas invisibles en el aire, como intentando calmar los nervios.

-¿Quien eres? -repitió Mil Veces Gran Abuela, impacientándose. La presencia de ese se que había visto tantos, tantísimos años antes la descolocaba y la ponía aún más nerviosa. Olvidó por un segundo que las criaturas como ella no entienden los lenguajes humanos, así que optó por transmitir su pensamiento: "¿Quién eres?"

La respuesta no le llegó verbalizada, sino que invadió su cabeza como una suave y dulce melodía: "Mi nombre es Ylla. ¿Dónde está Nathaniel? ¿Quién es usted y por qué está aquí?".

"Esta es MI casa" contestó Mil Veces Gran Abuela, molesta, telepáticamente. "No conozco a ningun Nathaniel, ¿cómo llegaste a este lugar? Conozco a los de tu especie y hace siglos que no se atreven a visitar la Tierra. ¿Qué haces aquí, marciana?"

"Nathaniel me trajo, pero... ¿me trajo el? ¿Dónde está Yll? ¿Dónde están todos? No estoy segura, pero debo encontrarme con alguien aquí. Si no me apuro, deberé in..."

La voz de la Ylla se vio enmudecida por un fuerte estruendo proveniente de la biblioteca, no muchos cuartos más adelante pero miles de habitaciones a la distancia. El ruido de vidrios rotos y decididas pisadas se hizo cada vez más fuerte. Mil Veces Gran Abuela salió con paso decidido de la habitación y se encaminó con paso decidido a la biblioteca. Demasiadas irrupciones y cosas extrañas ocurrían de repente, y lo que más temía no era que la Casa lo estuviese permitiendo, sino que lo estuviese provocando.

Cuando llegó al recinto, la puerta se abrió con un fuerte golpe y un hombre cubierto de pies a cabeza con ropa aislante salió. Ylla, qye había seguido a la Mil Veces Gran Abuela hasta allí, soltó un pequeño grito de sorpresa. Llevaba el rostro cubierto por un extraño casco y sostenía con ambas manos una extensa manguera, excepto que desde la extremidad no salía agua, sino una suave lengua de fuego. A sus espaldas, la ventana yacía hecha pedazos en el piso. Para sorpresa de Mil Veces Gran Abuela, ninguno de los libros había sido quemado.

"¿Nathaniel? ¿Eres tú?" inquirió Ylla por el canal telepático, sin sonar muy convencida.

-¿¡Donde está?! -gritó el enmascarado, ignorando la pregunta y apuntandole a las dos mujeres con su manguera-. ¿¡Donde esconden a mi Mildred?!

Mil Veces Gran Abuela avanzó con paso decidido y le quitó la manguera de las manos. El hombre no pareció muy enfadado, y a pesar de estar fuera de si, no lucía como un sujeto peligroso. Retrocedió un paso, intimidado por la imponente que resultaba la mujer. La angustia que lo azotaba era tan evidente como la adrenalina que lo invadía.

-No hay ninguna Mildred aquí, hombre. No le permitiré irrumpir en mi casa, en una casa sagrada, y amenazarme en busca de una mujer. El que debe explicarse es sin dudas...

Nuevamente, un fuerte golpe en el piso de abajo interrumpió la perorata. Un fuerte silbido entrecortado, un sonido de otro mundo, llegó a sus oídos

Al pie de la escalera, una pirámide de color azul yacía inmóvil. Esa forma trajo recuerdos antiquísimos a Mil Veces Gran Abuela, recuerdos de antes de que se mudara a la Casa y por un instante sintió que el sopor de la memoria que ya la había invadido antes volvía, pero entonces la piramide se movió y gimió. Tres ojos se abrieron en el extremo de tres estructuras, mientras seis apéndices serpenteantes se movieron en su dirección. La mujer marciana, Ylla, dio señales de reconocerlo.

"Está hablando" musitó mentalmente, acuclillandose junto a la pirámide. No medía más de medio metro de alto. "Se llama Py, y está pidiendo por sus padres. Veo con sus ojos, y está buscando a sus padres... no son como él. Antes eran abstractos, no muy definidos... diferentes. Pero aquí son simples humanos."

-Deja esa criatura ahí -dijo con firmeza Mil Veces Gran Abuela-. No es humano y no es de mi incumbencia. Es un intruso, al igual que ustedes dos. Deben marcharse ahora mismo, antes de que...

¡BANG!¡CRASH! Algo en el armario del rellano exploto y luego se hizo añicos contra el piso. Todo esto tenía que ser un sueño, pensó Mil Veces Gran Abuela, un sueño dentro de un sueño parte de su sueño casi eterno, el primero en décadas. Corrió como pudo hasta la estancia, sintiendo a Ylla con Py en brazos y el bombero pirómano pisarle los talones mientras se preguntaba que clase de criatura la aguardaría allí. ¿Otro marciano? ¿Un cubo verde? ¿Un policia criminal?

La puerta de roble estaba cerrada y trancada. Por mas que empujó, tiró y pronunció conjuros antiquísimos, la puerta no cedió ante Mil Veces Gran Abuela. El bombero dio un paso adelante y con un movimiento de muñeca lanzó una ráfaga de llamas contra la madera, que cedió al instante. Tras ella, un niño lloraba sentado en el piso, abrazándose las rodillas. A su alrededor había regadas miles de esquirlas de vidrio de lo que otrora había sido una reliquia veneciana. El niño no tenía más de trece años y tenía las rodillas raspadas y las mejillas sucias de tierra, por las que las lagrimas se abrían paso formando ríos miniatura. Levantó la cabeza, lleno de congoja, y dijo en tono suplicante:

-¿Quién es usted? ¿Sabe dónde esta Tom? Ellos se llevaron a Tom, y tengo que cuidarlo, estaba a mi cuidado, debemos volver a casa.

La pregunta descolocó a Mil Veces Gran Abuela. Los recuerdos llovieron suavemente en su cabeza otra vez, y ahí estaba Tom, el hombre al que Cecy amó una vez, el hombre que...

-Se está moviendo -susurró el bombero, aún anónimo-. La casa se mueve.

Era cierto, y todos lo notaron ahora. Los cimientos de la vieja y a la vez nueva Casa temblaban como si un terremoto la estuviese sacudiendo, salvo que el suelo estaba en la más absoluta quietud. Una sola vez recordaba Mil Veces Gran Abuela un acontecimiento tal... ¿o acaso era tan solo un sueño, como tantos otros?

Con una fuerte sacudida, una librería tan alta como el techo se vino abajo, casi aplastando al niño sollozante. El bombero sin nombre fue más rápido, y con un tackle magistral alejó al pequeño del peligro. Lo tomó en brazos.

-Hay que irnos, este lugar va a colapsar.

-¿Colapsar? No digas tonterías, tú, quien quiera que seas. No hay manera de que esta casa colapse. No hay ejército que pueda contra ella.

-Le puedo asegurar que este lugar se va a caer, señora. Debemos salir de aquí, antes de que las salidas se bloqueen.

"La salida más próxima es la que está por el comedor" anunció Ylla, usando sus capacidades sensoriales desarrolladas para hacer un rápido mapa del lugar mientras acunaba a la pirámide llamada Py. "Debemos salir por allí, la entrada principal está cubierta de escombros".

Mil Veces Gran Abuela se dejo conducir por sus pies sin ser del todo consciente de lo que estaba ocurriendo. Nada de eso tenía sentido. Ninguno de esos visitantes extraños tenía una razón de estar allí.

El comedor, último recinto, estaba iluminado de luz. Largas velas blancas brillaban en los candelabros plateados, diseminando su luz en todo el lugar. Trece sillas con el número trece grabado en ellas y hechas de la madera más noble se ubicaban en torno a la gran mesa negra, con una única frutera en el centro sin nada más que una manzana. Un hombre y una mujer tomaban la vajilla más fina y valiosa del aparador de Mil Veces Gran Abuela, mientras un niño colocaba trece pares de cubiertos, uno delante de cada silla. Un hombre alto y esbelto se ocupaba de encender las miles de velas blancas y una última mujer, la única de frente a los recién llegados, entró desde el pasillo lateral cargando una bandeja llena de comida.

-¡Mildred! -gritó el bombero de pronto, corriendo hacia la mujer que acababa de entrar. Ella sonrió en señal de reconocimiento, y levantó una mano instándole a que se detuviese. Como encantado, el bombero lo hizo.

-Tranquilo, Montag -dijo con una voz calma y melodiosa, revelando finalmente el nombre del bombero-. Vas a despertar a nuestro invitado de honor.

-Pero... -Mil Veces Gran Abuela intentó emitir palabra nuevamente, pero para variar, fue interrumpida. La pirámide azul llamada Py empezó a chillar de lo que parecía ser alegría.

"Sus padres" comunicó con satisfacción Ylla, soltando al pequeño, que corrió hacia la pareja que repartía la vajilla. Ellos lo recibieron con una sonrisa tranquila y siguieron con sus labores. Una nueva voz resonó de pronto en el canal telepático, una voz masculina que repitió con calma el nombre de la marciana. Era él, Nathaniel, que había acabado de iluminar la sala. Los dos se fundieron en un fuerte abrazo, mientras el niño que buscaba a Tom bailaba a los saltos de felicidad con el susodicho.

Mil Veces Gran Abuela observaba atónita la escena. Nada de eso tenía sentido, nada de eso podía pasar. Mientras los cuadros caían de sus clavos y las camas de los pisos superiores se derrumbaban por el temblor, la anciana milenaria cerró con fuerza los ojos, esperando despertar. En lugar de detenerse, el temblor aumentó. El miedo la invadía, la incertidumbre de no saber que ocurría o que pasaría a continuación... y de pronto, con una suave caricia peluda en su pierna, todo sentimiento se esfumó. Bajó la cabeza y allí abajo, paseándose entre sus decrépitas piernas, estaba Anuba, tan negro como la nada. La mujer sonrió y se inclinó para rascarle tras la oreja, al tiempo que el Alto Ático caía en pedazos.

-No podías quedar fuera de los reencuentros, mi querida.

Mil Veces Gran Abuela se volteó sobresaltada, y se tranquilizó otra vez al ver a su interlocutor. Ahora todo tenía sentido... aunque no podía evitar sentirse invadida por la tristeza. Tomó a Anuba en brazos y se dirigió a la mesa.

-No te esperaba todavía... -musito la anciana sentándose en la silla numero dos-. Ninguno de nosotros, a juzgar de cómo llegaron y cual fue su reacción. ¿Es este el final, entonces?

-Eso no importa ya. Es hora de cenar, y quiero que transcurra con tranquilidad.

Uno a uno, todos se fueron ubicando en sus lugares: junto a Mil Veces Gran Abuela, en la silla numero tres, se ubicó Anuba, tan erguida como un ser humano. En la silla número cuatro y ocho, los padres de Py, quien se sentó en la silla número seis con Tom y su hermano, llamado Douglas, ubicados en el cinco y el siete. Nathaniel e Ylla estaban enfrente, ocupando las sillas once y doce, mientras que Mildred y Montag estaban en la nueve y la diez. El invitado de honor, aquel hombre anciano con quien Mil Veces Gran Abuela había hablado momentos antes, se ubicó en la silla numero uno, quedando la trece vacía. Los murmullos y risitas se apagaron poco a poco cuando, en la cabecera, el Número Uno se puso de pie y habló.

-Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que los vi... y a la vez, tan poco -comenzó a decir mientras grandes trozos de mampostería cedían al incesante terremoto y caían, cubriendo el lugar de polvo de cal-. Los vi nacer, los vi desarrollarse poco a poco, los vi vivir entre felicidad y tristeza, a algunos incluso los vi morir, aunque eso sea imposible. Ahora están aquí, compartiendo esta última cena conmigo antes del final, los doce indicados para ocupar los lugares privilegiados de esta mesa, y no podría desear que fuese de otra forma...

Las voces se alzaron otra vez. ¿El final? ¿Tan rápido terminaban sus vidas? Además, aún faltaba llegar alguien, ¿por qué no esperaban al último?

-No deben preocuparse por ustedes. Este no es su final, nunca tendrán un final. Sus historias seguirán contándose una y otra vez por siempre, de padres a hijos, de hijos a nietos, de nietos a bisnietos y así por toda la eternidad. Perdurarán más que ningún mortal. El que debe despedirse soy yo.

-¿Tan rápido...? -musitó Ylla, hablando por primera vez.

-Tan rápido y tan lento a la vez, mi amada Ylla... Pero cuando llega la hora, llega y no hay nada que hacer. A veces es más temprano que tarde, y no podemos evitarlo, tan sólo asimilarlo y actuar en consecuencia, comprenderlo.

-Te equivocas -Mil Veces Gran Abuela habló sin moverse de su lugar, mirando su plato repleto de comida que no sabía de donde había salido-. Tú no tienes final. Ya eres tan inmortal como cualquiera de nosotros.

El hombre pareció sorprendido. Se quedó mirándola por unos segundos, luego observó detenidamente a cada uno de los once sentados a la mesa y asintiendo con una pequeña sonrisa dibujada en el rostro, se sento otra vez.

-Creo que... creo que tienes razón, mi querida. Creo que sí.

Los golpes de la casa viniéndose abajo se hicieron cada vez más evidentes. La vajilla sobre la mesa, al igual que los vidrios, empezó a vibrar violentamente. Dos ventanas se rompieron con un estruendo. Todos cerraron los ojos por el fuerte viento que entró, y cuando volvieron a abrirlos, el lugar numero trece estaba ocupado.

Un niño menudo y de tez oscura, con ojos castaños pero encendidos como carbones, los miraba a todos con solemnidad. El Número Uno asintió otra vez, diciendo el nombre del recién llegado en un susurro: Ho-Awi, el niño de una tribu con nombre de pájaro, en las colinas con nombre de sombras de lechuzas, cerca del gran océano, en un día que era malo sin ningún motivo.

-Tal vez nos vayamos -dijo el anciano desde la cabecera de la mesa, mirando a las doce criaturas que tenía enfrente: hombres, mujeres, seres extraterrestres o extradimensionales incluso, en derredor suyo, unidos todos por algo invisible como hijos, hermanos o un mismo ente. Sus propios apóstoles, sus discípulos y sus maestros al mismo tiempo. Eran tantas cosas... y a la vez no eran nada. Uno a uno, se pusieron de pie, temerosos.

-¿A dónde iremos? ¿Por qué? ¿Para qué? -inquirió el pequeño Tom.

-¿Quién sabe? -dijo el Número Uno con una voz que sonaba a otro-, y tal vez no nos moveremos. Pero aun sin movernos tal vez nos vayamos.

Todos hablaron a la vez, repitiendo frases que eran conocidas por millones además de ellos, palabras inconexas y fuera de contexto, intentando sacarse de encima sus historias y sus vidas, desnudándose desde adentro hacia afuera, liberándose de una carga imposible de llevar allá adonde iban.

La mesa cayó con un golpe sordo, haciéndose añicos la cristalería y ensuciándose el blanco mantel con la comida que nadie había siquiera probado. Esa noche habían cenado algo más delicioso que cualquier pollo asado. Se miraron todos, se rozaron las manos con sonrisas radiantes, se abrazaron y lloraron juntos. Sus lágrimas contaban más historias que cualquier biblioteca. La mayoría acababa de conocerse, pero en realidad eran amigos de toda una vida. Uno a uno, fueron esfumándose: Tom, Douglas y Py se corrían entre risas en un instante, y al otro ya no estaban allí. Polly, Mildred e Ylla desaparecieron mientras charlaban amenamente sobre las cosas que suelen charlar las mujeres, mientras Peter, Nathaniel y Montag dejaron de estar allí mientras reían del mismo chiste. Anuba se paseó por última vez por la Casa semi-derruida, contemplando con desdén la suciedad y los escombros que se acumulaban, para irse tan silenciosa e imperceptiblemente como había llegado. Una ráfaga se llevó lo que quedaba de la Casa, una Casa que había sobrevivido a miles de tempestades y guerras, transformando sus restos en polvo y arena. No, no era eso; se transformó en cenizas, cenizas que volaban arremolinadas en torno a Mil Veces Gran Abuela, Ho-Awi y el Número Uno.

-Es tu turno, querida -dijo sonriente el anciano.

-¿Debo irme sola? Acompáñame.

-Siempre te acompañé, y siempre lo haré. Dame la mano.

Ella hizo lo que le ordenaba temblando, pero sin miedo. Ho-Awi los miraba, sin decir nada.

Los dos se transformaron. De pronto el fue Leonard, y luego Brett, después William, más tarde Edward y finalmente Ray. Ella fue solo Maggie, y las sombras de veintidos gatos bailaron alrededor suyo. Se miraron, se abrazaron, se miraron otra vez y finalmente desaparecieron. Solo quedaron las cenizas, camuflando a Ho-Awi, quien habló por última vez antes de desaparecer, con una voz que, como la de todos los demás, era tan suya como ajena.

-La muerte no existe. Nunca existió, nunca existirá. Pero hemos dibujado demasiadas imágenes de ella, por tantos años, intentando desentrañarla, comprenderla, llegamos a pensar en ella como una entidad, extrañamente viva y envidiosa. Eso es todo, de cualquier manera, es un reloj detenido, una pérdida, un final, una oscuridad. Nada. ¿Es la muerte importante? No. Todo lo que pasa antes de la muerte es lo que cuenta... y lo hicimos bien esta noche. Ni siquiera la muerte puede arruinarlo.

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El anterior es un relato que empecé a escribir el tristísimo cinco de junio, día que Ray Bradbury dejó su cuerpo atrás para seguir viaje. Un escritor maravilloso que me marcó como lector y también como escritor, maestro de miles, ídolo de millones. Ese día escribí todo menos el final, y es hoy, a casi dos meses de su fallecimiento, que pude terminarlo.

Es un pequeño y humilde homenaje a un genio literario basado en los textos que creó y que más me llegaron, volviéndose mis favoritos. Tomé uno o más personajes de mis textos favoritos.

-Dos libros de cuentos: "Crónicas marcianas" y "De las cenizas volverás"
-Dos novelas: "Fahrenheit 451" y "El vino del estío".
-Dos relatos: "Tal vez nos vayamos" (incluido en "Las maquinarias de la alegría") y "El niño del mañana" (incluido en "Fantasmas de lo nuevo").

Basé toda la historia en la Casa, locación de "De las cenizas volverás", siendo éste uno de mis libros favoritos tanto en lo literario como en la imagen estética que me genera tanto desde la portada como por las descripciones que incluye.

En mi relato, usé muchas citas textuales de los relatos y novelas de Ray. No son muchas, pero están ahí. El último diálogo, por ejemplo, corresponde a "La feria de las tinieblas".

En fin. Es bastante mediocre, no sigue el estilo de Bradbury en lo absoluto y rompe con el comportamiento de la mayoría de sus personajes, ocasionando que se vean bastante burdos y simplones (en especial porque tienen escaso, por no decir nulo, desarrollo), pero fue lo que se generó en mi mente cuando murió y aunque sea malo, un homenaje es un homenaje.

Gracias por todo, Ray. La muerte no es el final, es solo una transición.