25 may 2010

La Democracia da Frutos.

Acabo de darme cuenta que nunca publiqué en Boo'ya Moon el cuento que es mi orgullo, gracias al cual les escribo ahora desde Nubes, mi notebook. El cuento que salió primero en un concurso naciolnal literario del año pasado; acá lo tienen.

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El árbol poseía cierta aura de misterio a su alrededor: si se lo miraba desde determinado ángulo, se veía joven y lozano, con pocos años encima y colores vivos vistiendo su inmensidad; en síntesis, un árbol con una larga vida por delante. Pero si se lo miraba de otro lado, inclinándose uno un poco hacia abajo y torciendo la cabeza, parecía ser la cosa más vieja y desgastada en la historia del mundo. La madera parecía podrida y sus colores desvaídos como la tela de una camisa vieja que ya nadie quiere usar.
Seguí admirándolo durante un largo rato, caminando a su alrededor con una expresión de fascinación pintada en mi rostro. De las ramas castañas pendían verdes hojas, asimilándose a grandes lagrimones de color verde claro que colgaban boca abajo, bañadas en rocío. Las grandes ramas nudosas se separaban en mil y una direcciones distintas, trazando sus propios caminos. Lo examiné desde todos los sitios, rebuscando entre cada una de las ramas, agitando las hojas y sacudiendo el tronco. Lo que buscaba era la fruta, esa fruta de color celeste metalizado que significaba un deleite para el paladar, el alma y el corazón: un solo bocado, decían, parecía rejuvenecerlo a uno completamente. Se suponía que la fruta estuviese ahí, pero no lograba dar con ella de ningún modo. Ya estaba por darme por vencido cuando, finalmente, la vi: estaba en lo alto de la copa, descansando sobre una almohadilla de hojas verdes como si de una joya se tratase. En cierta forma poseía una especie de realeza, por decirlo de algún modo. Era la fruta más maravillosa que el mundo hubiese conocido.
Sin pensarlo dos veces y haciendo las peripecias más impensadas, me trepé al delgado (y a la vez grueso) tronco. Con cuidado de no quebrar ninguna rama ni romper ninguna hoja, llegué a lo alto de la copa. Miré triunfante a los alrededores por un segundo, sintiéndome una especie de dios, allí en lo alto del enigmático árbol: a mi alrededor solo había planicies verdes, con pastos creciendo de forma salvaje por doquier. No se avistaba ningún otro árbol, persona u objeto hasta donde la vista alcanzaba a ver. Solo llanuras de césped, cuyas largas briznas se agitaban con calma, dando la impresión de estar frente a un océano color esmeralda. El instinto me instaba a quedarme por siempre allí en lo alto.
Volví mi vista hacia el fruto. Extendí el brazo lo más que pude, y las yemas de mis dedos apenas si tocaron la aterciopelada superficie celeste. Haciendo uso de todo el equilibrio posible, me estiré sujetándome solo con las piernas hasta que la fruta quedo atrapada dentro de mi mano. Recobré el equilibrio justo a tiempo, y sentándome en la entonces gruesa y fornida rama castaño claro, examiné la fruta: no era más grande que una manzana, ni más pequeña que una ciruela, pero no se asemejaba a ninguna cosa que antes hubiese visto. Su forma parecía la de una pera a la inversa, con dos protuberancias de color más claro en la parte de abajo. Mire hacia todos lados, asegurándome de que no hubiese nadie que intentara robar el precioso objeto, y finalmente le di un mordisco: al instante supe que era tan falso como un burdo trozo de vidrio coloreado simulando ser un diamante. Una oleada de sabor amargo y ácido inundó mi boca, y una tira de imágenes confusas y desorientadoras desfilaron ante mis ojos: gente mendigando en la calle, ladrones matando inocentes por unos cuantos centavos, gobiernos deshonestos con los cuales la gente no se siente representada, pueblos reprimidos y controlados donde no hay libertad de expresión y donde la discriminación manda; en pocas palabras, un país sin reglas. A pesar de saber la horrible verdad que encerraban estas imágenes mentales, sentí la palpitante tentación de llevarlas a cabo. Anhelaba poseer dinero y poder a montones y la capacidad de hacer que mi palabra fuese ley de todos los demás. Era una tentación muy fuerte, y creo que hubiese sucumbido ante ella si no hubiese visto, pendiendo de una rama cercana, un fruto de misma forma y contextura del que acababa de comer, pero de color anaranjado. De inmediato supe, aunque no sé como, que era uno de los frutos reales. Prácticamente me abalancé hacia él, y logré arrancarlo limpiamente al primer intento. Sintiendo cómo la cáscara rugosa y naranja calentaba mis dedos helados de forma proporcional, empecé a bajar del árbol. Una vez de vuelta en tierra firme, me senté contra el tronco, viejo y frágil. Estaba agotado y mareado. Acaricié con cariño contenido la extraña fruta y finalmente la llevé a mi boca, la cual aún mantenía un débil espectro del sabor agrio del fruto celeste. Intentando saborear al máximo el elixir que contenía esa pequeña cápsula naranja, mordí con lentitud, sintiendo como se deshacía sola dentro de mi boca. Fue como si una bomba de sabor estallase en mi paladar, pero al contrario de cualquier otro alimento, y al igual que el que había probado minutos antes, esta fruta invocó mil imágenes a mi mente: vi un pueblo próspero y alegre, donde la gente es libre, donde la discriminación no existe, donde las leyes se siguen al pie de la letra y la justicia se hace cumplir; donde los gobernantes son correctos y siguen la voz de su pueblo, donde no existen la pobreza, la delincuencia y el mal. Es un gran pueblo, a pesar de que sus límites terrenales sean pequeños. Es un pueblo libre y democrático. Y, a pesar de lo real que se me presenta, dentro, muy dentro de mí, sé que este pueblo perfecto es imaginario.
Lentamente, el dulce sabor de la fruta se perdió en mi garganta, y las imágenes del pueblo que había estado viendo empezaron a desaparecer como el humo que mana de una taza de café caliente. Pasados unos segundos, ya no quedaba nada de las mismas, pero sí quedaba un anhelo persistente y que aumentaba de forma inversamente proporcional a las imágenes que se desvanecían en mi interior. Podía emular ese pueblo perfecto; no igualarlo, pero si crear algo lo mas parecido posible.
Observé durante un momento más el Árbol de la Democracia, cuyos frutos anaranjados estaban agotándose ya: cada vez abundaban más y más de los falsos, con un relleno amargo y ocre, repleto de imágenes de falsas utopías. Estos frutos le provocaban a uno transformarse en un monstruo egocéntrico y hambriento de poder y dinero, desinteresado con respecto al prójimo; lo transformaban a uno en algo inhumano.
Estaba orgulloso de mi mismo. Había logrado superar la tentación, las promesas vanas y vacías que prometía el fruto celeste, y había recibido en compensación uno de los frutos naranjas. Sabía que era la primera vez en mucho tiempo que alguien probaba uno real, que alguien se resistía al poder y optaba por lo que era correcto. Me relamí los labios, intentando refrescar las imágenes del pueblo perfecto, pero fue inútil. Aún así, no tenía importancia: tenía lo fundamental en mi mente, las bases sobre las que sostendría mi nuevo, a la vez que antiguo pueblo.
Sonriente, abandoné el verde e infinito campo donde vivía este extraño árbol con sus extraños frutos. Había sido la primera vez que iba allí, y resultó que también fue la última. Y, aunque creo que de más esta decirlo, mi pueblo fue uno de los más prósperos y felices jamás vistos.

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