Cinco años son muchos años.
Todavía me acuerdo como era en aquel entonces, y me siento anciano de sólo pensar en ello: me aterraba el monstruo (¿a quién no?), me angustiaba cómo me acechaba todo el tiempo, susurrándome sus cadenas oxidadas las más fieras promesas con cada paso que daba más cerca mío; me desesperaba cuando huía y la gente lo veía de reojo, incluso cuando estas escapadas duraban unos escasos segundos. Jamás me atreví a mirarlo a los ojos, ni siquiera cuando lo tomaba por las astas deformes con mis dedos callosos para volver a encadenarlo, porque sabía lo que vería reflejado en sus tétricas orbes, y eso era lo que más me aterraba: en el espejo habría algo tan bestial como él, o tal vez más.
Cinco años son muchos años, y ahora ya lo sé: el monstruo soy yo.
Me di cuenta que el monstruo no es tan malo, que de hecho es hasta querible. Lo visito cada vez más seguido, y a veces permito que él me visite a mí. Afuera, aunque crean que no los vemos, que no los sentimos, que no los oímos, siempre están ellos. Los envidiados, los sin monstruo, los ajenos. Cuchichean, murmuran y se ríen, tan lejos que sus rostros se difuminan en la niebla, tan cerca que igual pueden golpearnos, aunque no lo sepan: porque sus risas son como navajas que rasgan suavemente nuestra piel, lo suficientemente fuerte para hacernos sangrar pero sin llegar al punto de matarnos. No nos importa mucho: hemos sufrido heridas mucho peores. No son nada comparados con los espíritus. Al menos nos tenemos el uno al otro, y así todo es más leve.
Nos abrazamos una vez más, porque el horario de la visita ya termina. Todo fue mucho más feliz desde el día que decidimos hablar, entendernos, admitir que somos parte de lo mismo. Hablamos por horas, negociamos, hasta jugamos a las cartas cada tanto. El monstruo aún no es del todo libre, él lo sabe y yo lo sé, y cinco años son muchos años. Sin embargo, ahora goza de ciertos privilegios: sus cadenas se volvieron seda, su calabozo un palacio, su pelaje sucio y descuidado reluce de limpio. A veces yo mismo lo cepillo por horas con una sonrisa distraída en el rostro. Los espíritus siguen rondando (porque ellos jamás se irán), pero al menos el monstruo ya sabe como lidiar con ellos. Los dos aprendimos a controlarlos.
¿Será que en cinco años más el monstruo será finalmente aceptado? ¿Lograremos juntos lo imposible, lo que ni siquiera imaginamos? Tal vez sí. Probablemente no. No porque no quiera, sino porque es mi monstruo, y nadie tiene derecho a meterse con él. No a menos que yo así lo desee.
El monstruo creció, se lamió las heridas, aprendió y me perdonó. Y yo lo perdoné a él.
Y me perdoné a mí.
7 feb 2016
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