Las personas estamos hechas de detalles, pequeñísimos detalles que, como células, se entrelazan los unos con los otros formando cadenas, redes, tejidos completos que se unen y congregan capa tras capa hasta construirnos como somos, cada uno único a su manera, cada uno irrepetible, maravilloso y distinguible de los demás.
En este caso pareciera que la serie de tejidos va más allá de su persona, la excede, como una enredadera que se extiende y mete por los recovecos más recónditos. Cada detalle de ese micro-macro-cosmos remite a ella, conectándose entre si como piezas de un rompecabezas inmenso: el maravilloso sonido del piano, el violín o la guitarra colándose desde otra habitación, el suave murmullo del telar o el choque de dos agujas enfrascadas en un duelo de espadas, el delicado aroma del jazmín, de la peperina, la menta o cualquier otra flor o planta de estación; el tarareo, canto o silbido flotando como un espíritu en cada cuarto, la textura suave y natural de las frutas y verduras recién cortadas del jardín, la visión de los estantes llenos de libros o de las paredes llenas de frases y fotos, la tranquilizante y minuciosa existencia de un millar de objetos, cuadros y portarretratos decorando cada rinconcito de pared, mesa o superficie, cada uno con su historia y su sentido. El apacible olor del pan recién salido del horno, de la cena en su punto justo o la merienda preparada con amor. El cariño de un abrazo espontáneo, la tranquilidad de los dedos enredados en el pelo o el beso cálido que todo lo soluciona. Los apodos cariñosos, las series y películas que unen, la música que atraviesa épocas y géneros por igual, la palabra justa para cada problema, tristeza o alegría, la receta perfecta para un día largo, un día deprimente o un día de fiesta; el amor reflejado en una notita a la mañana colocada en el antebaño con algún recado o pedido, la sonrisa eterna que sin importar la circunstancia tranquiliza y apacigua.
¿Son esas cosas las que definen a una buena madre? Es un concepto muy abstracto y al mismo tiempo demasiado simple. ¿Cómo no creer en algo superior a uno teniendo a una persona que desde el primer instante amó incondicionalmente y que aunque pasen los años y las circunstancias se sigue constituyéndose como la única alternativa posible? Alguien que calla cuando las palabras sobran, que sufre nuestros dolores y derrotas y vive con gozo nuestras alegrías. Alguien que sin ser perfecta se acerca bastante a definir el término. Alguien que con cada gesto, con cada regalito, con cada carta, con cada detalle de los millones que la conforman demuestra que no es sólo una madre, sino que es la única concebible en el mundo.
Gracias por tu vocación, tu alma cálida, tu amor contagioso, tu sonrisa reconfortante, tu abrazo energizante, tus palabras sabias las necesite o no. Gracias por ser la raíz que me nutre, el tronco que me sostiene, la rama que me protege, las flores y hojas que me llenan de vida. Gracias por no sólo traerme al mundo, sino por además construirlo a mi medida y necesidad. Gracias por brindarme los elementos, la libertad, la confianza y la seguridad de aceptarlo, explorarlo y expandirlo sin temor, sabiendo incluso que eso puede implicar alejarme un poco de vos físicamente pero consciente de que hay algo más que, intangible, nos une para siempre y más allá de todo plano imaginable.
Gracias, ma. Regalarte el mundo es poco.
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