El paseante novato intenta tomar todos estos papeles, leerlos, entenderlos, asimilarlos todos, pero esto sólo reduce su marcha y aumenta su carga. En el camino que recorre anochece muy rápido, y los horrores acechan con voracidad para acabar con lo que se crucen, carne o papel, tinta o sangre; al fin y al cabo, ¿no son lo mismo? Pronto aprende el caminante que de nada sirve acumular las historias ajenas en un desesperado intento de incorporarlas cuando uno no se toma el tiempo necesario de armar la propia y crear sus propios papeles, los cuales algún día también quedarán atrás.
A veces, en algún claro tranquilo o en el medio de una tormenta, algún otro viajero aparece y se une a la travesía. En esas ocasiones, comparten sus experiencias de viaje, cuentan sus historias y se regalan papelitos mutuamente. No es raro que uno se encariñe con ellos, y cuando los vea partir el corazón se llene de tristeza y desazón; en un afán de mantenerlos vivos y cerca, de hacer real otra vez lo que ya no es más que testimonio, uno se sobrecarga de papeles y recuerdos. Por momentos parece funcionar, pero cuando uno se ata al cuello cargas ajenas siempre llega el punto en el que no queda otra salida más que rendirse y dejar que las cosas se vayan. De otra manera el peso acumulado obliga a parar, nos hunde en las arenas movedizas de la memoria, y cuando uno se deja enterrar en ellas por demasiado tiempo es olvidado para siempre. Lleva tiempo aceptarlo, pero hay papeles que pesan más que una piedra y uno no tiene más remedio que dejarlos atrás, anhelando que quien los encuentre pueda acarrear con lo que nosotros no pudimos.
El camino a veces parece eterno, se bifurca y tiene tantos recodos que es imposible contarlos. El tiempo discurre de una manera extraña; a veces los días y las noches duran tanto que parecen eternos, y otras veces son tan efímeros que no entran ni en un tercio de segundo, sucediéndose constantemente en destellos de luz. A veces uno se ve inmerso en un bosque oscuro o en un pantano ponzoñoso donde los papeles son pulpa y su contenido meros borrones; a veces la tierra está tan árida que se vuelve arena y los papeles no se adhieren, papeles milenarios que se cuentan como caracoles en una playa, tan frágiles como papiros egipcios, crujiendo a cada paso dado; y uno camina penando, a veces con tanto viento que uno debe reducir el paso mientras todos esos fragmentos de memoria se arremolinan alrededor. En reiteradas ocasiones el cansancio, el desgaste y las inclemencias del sendero hacen que el caminante se siente y revise los papeles acumulados: en ellos ve los lugares que visitó, las derrotas que vivió, los recuerdos que labró, la persona que solía ser; y con la lluvia empapándolo por dentro y por fuera se ve tentado de dar la vuelta y desandar el camino. Es entonces cuando la campana suena a la distancia, recordándole por qué ya no está en los lugares que dejó al tiempo que alumbra lo que le espera más adelante: cientos de millones de papeles, todos en blanco. Algunos están adheridos con la savia de los árboles o al musgo de las rocas, otros clavados en las espinas de las rosas, algunos cuantos flotan con un viento pasajero y un manojo descansa impermeable sobre el agua de un charco. Cada uno una oportunidad, cada uno una memoria que almacenar, cada uno un nuevo papelito para el libro que cada vez se engrosa más y más.