28 oct 2012

Lento.

Me gustaría ser lento, lento como las flores que se abren en primavera, primero emergiendo como un simple puntito rojo cubierto de hojas verdes, tan pequeñas y delicadas como la tela de una araña; también quisiera crecer como ese pimpollo, ir aumentando de tamaño de a poco hasta que sea la hora de abrirme. El sol aún tibio tras un largo y poco presuroso invierno me llamará con sus rayos, y yo me abriré con gusto, hoja a hoja, pétalo por pétalo. Si yo fuese acaso esa flor joven y llena de vida, quisiera entonces que vos fueras el sol, inmenso y eterno, lleno de calor, amor y comprensión; que, con tranquilidad, me abraces y me mimes, que me dediques una tímida sonrisa que me abrigue del frío por todo lo que dure la noche. Las noches primaverales son largas y transcurren sin prisa, pero así me gustaría que sean. Quiero tener tiempo para pensarte, recordarte y armar un mapa de los lugares que conoceremos y los caminos que debemos recorrer para poder visitarlos. También quiero el tiempo suficiente para escribir palabra por palabra, letra por letra, una nota para darte, sin que nada me presione: en ella te diría que me gustaría que me visites cada día, y poder charlar mientras disfruto de tu calor; y que aunque no tengamos nada que decirnos, los silencios serán tan dulces y placenteros que no hará falta más.

Daría lo que fuera para poder ser tan pausado como la despedida del sol en cada ocaso veraniego, lento como la tortuga despertando cada día con el suave y amable beso del sol, lista para andar, pasito a paso, su camino de calor. También como la tortuga me gustaría poder observarlo todo con calma, dispuesto a entender cada cosa a su debido tiempo. Como la tortuga, quisiera que paseemos juntos por el mundo que nos es tan propio y tan ajeno a la vez, buscando un lugar que nos quede cómodo para sentarnos a hablar sobre todo lo que sea conveniente. Aprovechar las tardes largas y las noches calurosas para decirnos todo lo que nos tengamos que decir, y tomarnos de la mano tan despacio que la luna llegaría y se iría antes de que nuestros dedos se rocen. Quisiera que podamos discurrir siempre a la misma velocidad, como cada uno de los granos de arena de la playa a la que vamos, esos con los que construimos nuestro propio reloj de arena; paulatinos como el tiempo, y como el tiempo que la gente tenga diferentes percepciones de mi y de vos, y de los dos juntos también: que algunos nos miren y se alejen, victimas del vértigo por la velocidad con la que nos movemos, mientras que otras pequeñas multitudes se conglomeren a nuestro alrededor, mirando cada pequeño paso que damos iluminados por el amanecer, amanecer que en realidad sos vos. Pequeños pasos para los hombres, pero grandes pasos para nosotros y para las tortugas. Tortugas que piensan que todo va demasiado acelerado, aunque ellas y su gran carga avancen presurosas; no como los conejos que, víctimas de la pereza, se detienen a tomar el sol, un sol que no quiere irse, como yo no quiero irme cuando te debo despedir; como un conejo que persigue dando saltitos al sol huidizo, anhelando por un rato más de su compañía. Como yo también, que busco tu compañía a cada tardo paso que doy.

Me gustaría ser aún más poco rápido que las hojas de los árboles; también me gustaría que éstas no cayeran tan presurosamente, que se tomaran su tiempo para, con elegancia y placer, desprenderse de sus ramas hasta acariciar el piso. Que aprovechen ese tiempo para danzar con lentitud en el aire, suspendidas como grandes copos de nieve anaranjados y tibios, y junto a ellas, nosotros también danzar hasta el anochecer. Después volver a casa, tomándonos nuestro tiempo y también de las manos, porque nadie nos corre ni nada se nos escapa. Hablar de las cosas que hicimos y de las que no hicimos también, planear un viaje o una nueva aventura. Sonreír todo el camino y querernos tan pausadamente que casi podamos tocar ese cariño mutuo. Llegar hasta tu casa y, sosegadamente, despedirnos hasta la próxima vez. Caminar yo un paso tan detenidamente que te haga llamarme por mi nombre y, cuando me de vuelta sin prisas con una sonrisa, invitarme a entrar a tomar un café juntos, sin celeridad alguna. Una vez allí, mientras la bebida fuerte y oscura desaparece sorbo a sorbo de la taza, decirte los pensamientos que tengo, uno por uno, con tranquilidad: que quisiera conocerte despacio, verte cada día un poquito. También amaría entenderte, imaginarte, saberme de memoria cada uno de tus pequeños secretos escondidos y volverlos algo tan nuestro que nadie pueda adentrarse; y que de a poco quiero volverme tuyo, pero no tuyo como pertenencia, sino que quiero que tengas cada una de las partes que me componen, o al menos un registro de ellas, para que hagas inventario de todo lo que soy y lo que no soy también, que me mires por dentro y por fuera y no necesites más que una sonrisa para comprobar que todo está en su lugar. Despacio invitarte a salir, comprarte regalos y hacerte reir; con paciencia, sin apuros ni corridas, juntarnos en mi casa o en la tuya a escuchar, una por una, disco por disco, todas esas bandas que tanto me gustan a mi y a vos también, compartiendo también, sin egoísmo ni recelo, todas aquellas que el otro aún no conozca. Hablar de mis libros favoritos, de tus películas más queridas, de nuestras vidas diarias. Quiero, poco a poco, empezar a necesitarte: primero extrañándote un poquito, llamándote por teléfono para ver como estás, y por qué no, si me extrañás también; después, escribirte una carta, una carta ni muy corta ni muy larga, de esas que tienen las palabras justas para hacerte entender que me estoy acostumbrando a vos. Finalmente quiero, con tranquilidad y sin desesperarme, necesitarte de una manera sana, quererte más que a todo y nada a la vez y siempre, pero siempre, aprovechar cada beso y cada abrazo como si fuese el último.

Con paciencia, cuando llegue el invierno, entender que ya no me quieres y que tus rayos de luz, amor y calor son para otro y que no puedo hacer nada para cambiarlo. Aceptarlo de a poquito, asimilarlo despacio. Calmo y jamás presuroso, soltar tu mano, dejar ir tu aroma a primavera y tu voz de pajarito cantor. Acariciar por vez final tu cabello de sol; con esta última acción tomarme tanto, pero tantísimo tiempo, que el dorado que corona tu ser se vuelva níveo, igual o incluso más bello que al principio. Dejarte ir al fin, mirarte poco a poco, esbozar lentamente una sonrisa, mover la mano de un lado a otro tan poco apresurado que parezca no moverse en lo absoluto; y una vez que te hayas ido, cuando ya no te tenga a mi lado, en el momento en que nuestros secretos mueran enterrados en la desidia y nuestras promesas estériles se hayan esfumado en una tranquila voluta de humo, sólo entonces me volveré rápido por un segundo. Con una velocidad impresionante guardaré cada uno de los recuerdos vividos esos más de trescientos días con sus noches. Haré un caparazón con tus cartas, lo adornaré con los moños de colores que le ponías a tus regalos y barreré el piso porque en caso contrario me hubieras regañado; finalmente, entraré en el, meteré primero todo mi cuerpo acomodándome lo mejor que pueda en él. Por último, esconderé mi cabeza, y como la tortuga, hibernaré hasta que un nuevo sol me despierte con su suave beso.